Una comunidad con ritmo propio

por Juan Laxagueborde

Hace más de veinte años se lleva a cabo en Rosario un festival de poesía organizado por la Municipalidad, clásico y extraño por definición. No es espectacular pero es austero, no es masivo pero es popular y tiene en el arcón de su historia a les mejores poetas de los últimos cincuenta años. Pasaron por ahí Juana Bignozzi, Leónidas Lamborghini, Elvira Hernández, Sergio Raimondi, Pablo Katchadjian, Martín Gambarotta, Raúl Zurita, Marosa de Giorgio, Alejandro Rubio, Arturo Carrera, Francisco Gandolfo y así siguiendo. La poesía no se impone, se inmiscuye en la ciudad con la voz baja de los que hablan para que escuche el que quiera entender que se puede ser habitante civil con el verso libre como programa.

Por varios años la batuta la llevaban la dupla Daniel García Helder/Martín Prieto, dos de los que más se encargaron de leer y releer la tradición y la novedad de la poesía argentina. En los últimos años ha quedado Helder al mando, pero secundado por dos poetas y discípules como son Daiana Henderson y Bernardo Orge.

Lo que sucede en el festival no es difícil de contar. Se invita a poetas nacionales y de varias partes del mundo. Se hace un concurso para elegir a veinte poetas residentes menores de 25 años que pasan una semana de juvenilia en Rosario asistiendo a talleres, clínicas, leyendo y paseando con la gracia de quienes quieren vivir en estado de inocencia. También hay una feria permanente con más de treinta editoriales con cientos y cientos de libros flacos que no valen más de doscientos pesos y que a su manera tienen la densidad de lo que participa de la historia de la cultura. El festival es la rotonda para todo esto.

Lee muchísima gente, en varios momentos y lugares. La sensación que queda después de tres jornadas es una especie de cansancio alegre, de saturación, de shock. Sumémosle a eso el carácter sociabilizante de los momentos en donde nadie está leyendo: las conversaciones en el pasillo, en el hall o en la escalinata del Centro Cultural Fontanarrosa, lugar donde ocurren la mayoría de las lecturas. En el bar Oui, en el patio del bar Oui, en la combi que lleva y trae a los invitados a Rosario, en el borde del río cerca del Parque España… Hay algo del orden del lenguaje hablado, de la voz, que hace que el festival penda de esa característica. De la idea de que la poesía no es solo un hecho de la escritura y de la lectura (un hecho íntimo), sino que también es un hecho social.

Esta situación es propia de la militancia, de la insistencia desde hace más de treinta años de Helder. Desde su rol de secretario de redacción del Diario de Poesía, su trabajo en la Casa de la Poesía de Buenos Aires en los 2000, en los talleres que coordinó, sus libros, sus prólogos y el fomento de la aparición de poesía sin más en los concursos que coimpulsó en el Diario o desde la Editorial Municipal de Rosario.

El festival es entonces un encuentro, el escenario para la igualación de les poetas. La poesía no tiene que ver acá con otra cosa que con una predisposición a la escucha y a la atención. Es que todes les poetas leen en el mismo lugar, en la misma mesa, con el mismo vaso de agua, bajo la misma luz cenital y ante las mismas sillas de plástico (100 localidades que se llenan y se vacían, o permanecen semi habitadas). Con el mismo tiempo, 15 minutos por reloj; aunque no falta el canchero que lee 40 minutos. Un micrófono abierto curado y organizado. Lo elemental necesario para que prime la diferencia de estilo pero no la jerarquía, el papel deshonesto de las marquesinas y los escalafones.

 

Si uno rastreara las sensaciones serían las de que la poesía argentina tiene a sus clásicos bien vivos y tiene a la vez signos de un lenguaje que se está renovando muchas veces desde los propios clásicos. Daniel Durand leyó unos poemas inéditos que cuentan con su típica formalidad entrerriana border la vida y las cosas en Filipinas. Ezequiel Alemián leyó partes de El regreso, su último libro, que es en prosa pero tiene de poético el avance por saturación, el viaje a través de la relación sintáctica. Fernanda Laguna leyó varios poemas nuevos y uno que discute con “los pactos de los poetas que se cubrían” en algunos rincones de los años noventa, donde advierte que “hoy nosotras comandamos la libertad de la fiesta por sobre lo bueno”. Martín Rodríguez leyó varias partes de Ministerio de desarrollo social¸ un libro lleno de perlas negras sobre el Estado y la sociedad, que hizo que mucha gente se riese por no poder hacerse cargo de una dramaticidad sensata y entonada, poco habitual.

Lo que no percibí fue una «novedad» radical. Tampoco es que tiene que haberla y tampoco es tan fácil que la haya. Hay un lenguaje todavía reconocible, con los linajes a la mano en los poetas veinteañeros. En varies poetas prima esa cadencia contemplativa y campesina tan leída, o esa supuesta irreverencia de lo autobiográfico sobrenarrado que ya no solo no logra narrar sino que rompe el encanto de lo que aparece como propio de un poema, porque inmediatamente después de algún verso resonante viene la ampliación explicativa de la imagen. No se nota un lenguaje que cause desorientación, la aparición de lo que está por asimilarse. Ese tipo de poesía que importa por lo que desafía a la sensibilidad y la dubitación en la que deja a lo que sabíamos que habíamos leído o escuchado hasta entonces. La pregunta es cada cuánto la poesía abre una nueva línea en su constelación infinita nacional.

El vaivén de la proliferación sí tenía sus perlas en varios de los libros que se vendían en la feria que durante todo el festival ofrecía al público centenas de ediciones de decenas de editoriales pequeñas y medianas, pendientes de la economía y la decadencia en el ingreso popular pero independientes en su capacidad de buscar y publicar lo que quieren. Primeros o segundos libros de poetas “jóvenes”. Varios del concurso municipal de poesía, como Un billete de mil australes encontrado en un libro de Carl Sagan, de Fernanda Mugica (marplatense, que leyó en el festival).  Un libro discordante que se encolumna otra vez en el linaje de las posescrituras argentinas, llamado El último gaucho, del cordobés Francisco Kremina. Facas de navidad, de Arlen Paolillo, que tiene estos versos inolvidables: «Chinas rollizas de un oscuro renacimiento / bailando en la recova de Kulona». Seguramente muchos más que quedan por descubrir. Se ven en estos libros ciertas dislocaciones e intereses renovados de poetas desconocidos por la media lectora de poesía. La poesía funciona (a veces) como retruécano a la lengua social normal de una ciudad o un país. Otras veces es el espacio incomunicado con el mundo al que renueva para rehabilitar sus promesas. Estas son dos funciones posibles e imposibles, pero hermosas.

 

Para un esquema de “lo nuevo”, para su estructura de acompañamiento, debería hablarse de: oralidad, lengua desatada,  tradición, colectivismo, inbox, tertulia y vereda. Del objetivismo toman la idea de que lo real es lo que nos pasó. Del romanticismo el poder de contar toda la realidad con el propio drama de uno. Teñir lo que hay y lo que pasa con la intimidad de lo que nos pasa. Pero esto es la Argentina entonces se deforma.

En “lo nuevo” muchas veces prima la estela oral sin revoque, la escritura como si se tratara de un chusmerío que a nadie le importa. Pero también muchas veces logra escalar el muro del lamento y volcarse al delirio formal. Se puede decir sin tener cómo decirlo o no tener nada para decir y buscarlo en la poesía con sus formas fuertes. Es el conflicto de las imágenes para un mundo nuevo que se crea con la lengua vieja, la única que hay. En la poesía y en el arte puede aparecer el retruécano de lo que hay que hacer y decir. Si viene una estética impune, cada vez que viene, viene desde ahí.

Uno de los momentos fantásticos del festival fue la lectura contenta y proliferante de Claudia del Rio, que es un alma artística de pe a pa y que había preparado especialmente para el festival, junto a la editorial Iván Rosado, una plaqueta llamada Hola sol gigante. Es ahí donde se encuentra un verso efímero y volador, que invita a pensar todo de nuevo el festival y la poesía, que en su complementación habilitan la paradoja para romper con la maquinaria de lo que se espera. El festival está hecho entonces para que se arrimen los que quieran, que después de amucharse salgan al sol de lo que escriben con alegría, con tristeza o con pudor anónimo a cantar lo esencial con palabras concretas y con un lenguaje que inventan para sostenerse con vida. «Si fuera pájaro / sería vecinalista». Es que la poesía es vecina de la sociedad a la que cuida y odia, a la que combate y abraza. Una comunidad se hace con palabras que no inventa pero que encadena con un ritmo propio y verdadero.

 

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