Una amoladora no hace ruido en el mar
Por Ignacio Cassas
Dibujo por Lino Divas
¿Qué se hace cuando la obra se encapsula en una sala y se presenta en conjunto?
Cuando la obra está encapsulada en una habitación, deja de ser la gloria de una palabra bien enunciada y pasa a ser un discurso acordado, pero múltiple en voces y participantes. Uno tiene la sensación de estar rodeado de auténticos y encantadores embaucadores que no buscan nuestra ruina material, sino nuestro pronto desequilibrio hacia las imaginerías que se disponen allí.
En un piso nueve la galería OHNO expone en una de las salas la obra de Alejandro Rosetti. ¿Qué vemos? Vamos a responder de manera lacónica: barcos. Pero, ¿qué ocurre con ellos?
Nos enfrentamos a lo terrible y a lo sublime. Pensar en lo sublime puede llevarnos al cuadro de Caspar David Friedrich, “El caminante sobre un mar de nubes”. En esta obra, lo inhumano se nos presenta frente a la figura pintada, contemplando la gloria del esfuerzo conquistado. El caminante ha subido para ver el mar esponjoso, que no tiene ningún interés en corresponder a la mentira visual que nos ofrece. Arrojémonos a ese navegante gigante para ser saludados por su indiferencia y continuemos.
Se nos muestra la conquista del cielo, pero no la expresión de quien observa el mar de nubes. Vemos su espalda y su porte. Esta pose hacia lo sublime es un punto común: lo pequeño dispuesto hacia lo inmenso. Los cuadros de Alejandro, los más grandes de la sala nos remiten a dos personajes dispuestos de espaldas, cargados de lo terrible por su denso color negro en sus cabezas y por el trabajo de devastación sobre la chapa que les sirve de soporte.
Negro y rojo: hay una obvia similitud entre los colores utilizados para los humanos y el color propio del casco del barco. En el lenguaje técnico de los navíos, el rojo es llamado “obra viva” (parte del casco que se sumerge) y “obra muerta” (la parte que no se sumerge y suele ser de colores oscuros.) Así que hay una emisión y recepción circular entre los barcos y los humanos representados. Un cuerpo vivo, una cabeza muerta. Un cuerpo en la profundidad, una cabeza expuesta a la intemperie.
Otra particularidad es que los personajes de Alejandro no muestran la pose ni el terreno conquistado. Son personas de espaldas que contemplan lo sublime o son afectados por lo avistado. Las espaldas absorben todo el territorio para ser tierra por donde andar; una espalda es otro mapa para navegar. Espaldas impregnadas por el ahogamiento del mundo en el horizonte. Quienes mueren y quienes ven el morir no son identificados por nosotros.
La perplejidad provocada por estas dos piezas enigmáticas nos redirige a las demás paredes en búsqueda de respuestas. A primeras, vemos barcos afectados por una tormenta, barcos que no tienen más remedio que hundirse y sucumbir al mar.
La imagen de un barco es tan amplia en su posibilidad de significar como la inmensidad por donde navega, ese espacio sin nombre que asoma a la vista de quien viaja. También, es similar al destino de la obra en el tiempo: arrojada a la posibilidad.
Kant relaciona lo sublime con la gravedad. Algunos ejemplos que entran dentro de la categoría son: la noche, sombrías soledades en el bosque, la descripción de una tempestad furiosa. Continuemos sumando: una noche de tormenta, nubes que dan paso a un claro de luna, un barco entregado a la profundidad del mar.
Quienes contemplan se dirigen al objeto; quienes observamos al contemplativo vemos el objeto mediado por su figura, perdiendo parte del paisaje y su identidad: su rostro. En esta sucesión de negaciones, no hacemos otro paso hacia atrás. Alejandro nos lleva a hacer foco en el individuo sin perder la idea de paisaje, sin perder la idea de individuo, sin perdernos de nada.