Todo de gris
por Bruno Dubner
dibujo por Octavio Garabello
Existe un mito que pregona la influencia de las baratijas del Once en el arte argentino del último cuarto de siglo. Las obras y los comentarios que procesan a este barrio suelen rescatar de su carácter un costado caótico de ganga, bajo multiculturalismo y periferia (la obra de Lamothe violentando los candados de los negocios podría pensarse como una excepción-reflexión acerca de la historia de estas bagatelas en la producción local). Para cierto imaginario, el Once es feo, sucio y malo.
Sin embargo, a mi el Once siempre me pareció austero y elegante. Sin negar del todo ese carácter caótico propio de los antiguos mercados, Once continúa siendo un digno espacio coppoliano en donde los hombres todavía visten sombrero.
Bastaría tan solo con recorrer los edificios en donde se hallan los locales comerciales para testimoniar la belleza sombría y monocroma de las construcciones neoclásicas-racionalistas producidas por Isidoro Gurevitz, Isidoro Natanson, J. Sirlin, Lázaro Goldstein y otros tantos más (es en los resquicios de esa arquitectura – en su parquedad ornamental – en donde encontraremos los Kaceros y los Siquiers).
Habría que recorrer arbitrariamente una zona del Once mirando exclusivamente para arriba; eliminando del campo visual a las baratijas. Estoy tentado en afirmar que en este itinerario lo alto literalmente reemplazaría a lo bajo; pero me parece más acertado pensar en un asunto de lejanía y cercanía; en una invisibilidad evidente y palpable.
El recorrido comprende pocas calles; muy pocas calles. Partiendo de Uriburu y Sarmiento, se camina por la calle del escritor del Facundo hasta Larrea; una vez allí, se dobla a la derecha hasta Tucumán.
Si se me permite una sugerencia, recomiendo realizar este avistaje a pié durante una mañana de domingo.
El primer punto del camino es la sede social de Hebraica. A dos cuadras de Olam (en donde se come el mejor sandwich de pastrón de Buenos Aires), y rodeada de muchísimos árboles (en Once los árboles abundan), está la mole pétrea y taciturna diseñada por Alfredo Joselevich, el mismo arquitecto del edificio Comega y de la torre brutalista-pop de Luis María Campos y Dorrego. Sabemos que Joselevich construyó Hebraica porque su firma de metal no miente. Prácticamente se puede caminar en línea recta desde Hebraica hacia el Comega, en una procesión celebratoria del mármol y del concreto moderno (a propósito: Wladimiro Acosta, el creador de esa maravilla blanca-ocampo en Figueroa Alcorta y Tagle, era un ruso literal llamado Vladimir Konstantinowsky).
El siguiente punto de nuestro recorrido es Sarmiento y Larrea. Esta zona se presenta especialmente rica para el atento avistador.
Hacia arriba, en una enorme medianera, el misterio mismo escrito en vertical. Unas letras rojas que desde hace por lo menos setenta años pregonan: Mi Tesoro. Hacia la izquierda, un cartel con una tipografía azul, gris y blanca que haría las delicias de Evans nos dice: Saidman.
El mismo punto en donde estamos parados tiene una historia en relación al rock producido en la Argentina. Cantada por Virus y escrita por Jacoby, la canción El 146 (por la línea de colectivo que aún pasa por allí) incluye un coro que repite como mantra: Larrea esquina Sarmiento. Cada vez que veo a ese colectivo pasar pienso en el tema. La canción es una oda extraña, hipnótica y sensual a uno de los puntos más hermosos de la Balvanera judía.
El misterio continúa en forma de zeta gigante sobre un local desvencijado de la calle Larrea. La forma de la letra ya no hace referencia a nada de lo que alguna vez pudo haber estado en los escaparates. Ni siquiera hace referencia a si misma; parece estar allí solo para que los transeúntes se sitúen frente a ella.
Cruzando Corrientes y cruzando Lavalle, aparece una fortaleza medieval escueta, compuesta por lo que aparentan ser miles de unidades habitacionales. La pequeña torre de la esquina y la forma única de los balcones no ocultan a su creador: Kalnay. Sus obras son el producto de un apareamiento entre una aldea de Telematch y un edificio de Bustillo.
Pero a mitad de cuadra, la perla que marca el final del recorrido es el Pasaje Teubal. Escribe Marcelo Dimenstein que los Teubal, hermanos y empresarios textiles, contrataron a Jacques Braguinsky para construir un edificio de viviendas y un pasaje que comunicara Larrea con Paso. Construyó un sólido y hermoso edificio de estilo francés ancient regime. Braguinsky es a la colectividad judía, lo que Gianotti es a la comunidad italiana o García Nuñez a la española. Así como García Nuñez construyó el Hospital Español, Braguinsky construyó el Hospital Israelita (Joselevich, nuevamente, construyó su ala más moderna). Eran arquitectos que materializaban el sueño edilicio de la nueva inmigración.
Hasta hace unos pocos años se leían (sobre las entradas de Paso y Larrea) las letras belle époque originales que indicaban que allí estaba el Pasaje Teubal. El nuevo propietario del edificio (la obra social del ejército) tapó el cartel original y la firma de su arquitecto. Sin embargo, bajo las insistentes capas de pintura, las palabras continúan estando allí, en donde siempre estuvieron. Como los recuerdos.
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