Partituras para la vida buena
Celina Eceiza deja entender, de nuevo, que tiene los sentidos cargados de cosas para hacer y las hace. Convierte la manualidad en caricia y los chistes en fábulas, que siguen siendo hilarantes y son, además, solidarias. Lo que hay en su más reciente muestra, La conquista del reino de los miedos, son lienzos imaginados, desplegados y confeccionados de manera tal que además tengan algo de límite (de contexto) para un bienestar probable. Cientos de metros de tela se tocaron con la puntada y el hilo, al ritmo de una certeza y de un descaro noble. Celina nos muestra grandes tapices y tapetes, extendidos y distintos, llenos de cuentitos internos que conversan entre las flores. Todo hecho con la artesanía de lo que hace una sola persona, ella misma, con una manualidad protagonista.
Los materiales son blandos y cuelgan abigarrados de signos e imaginarios que pululan y se van abriendo en expansión. Es que en muchos momentos del paseo, con los movimientos un poco sigilosos del aventurero, se aparecen elementos o figuraciones imprevistas, “innecesarias”, la otra cosa que redefine todo lo demás. Donde podría no haber nada Celina pone algo hermoso, al costado de algo que ya nos había parecido hermoso de por sí; cuando hermoso quiere decir que nos conmueve y moviliza, nos hace bien o nos da melancolía. Lo general es cálido y los detalles, al ser tantos, pasan desapercibidos, contribuyen a la atmósfera de la situación, que en principio podría ser el espacio de una escenografía, pero no. A los pocos minutos el habitante se siente “en clima”, un lugar al que le pone nombre con los pasos de la caminata. Esa es la estructura del relato que lleva de las narices al espectador, un ciudadano como bola sin manija en la pista del color y el viento.
El conflicto de los pedazos pesados de colores oscuros y la participación prácticamente total de los pasteles matizados, puede que sea una de las hendijas por donde ver lo que ahora se me ocurre llamar así: una localidad a escala. Estamos ante lo que podría ser el gabinete de pruebas de un posible limbo materialista, si hubiese triunfado en esta ciudad la moral lisérgica y rolinga a la vez, con su mirada fraterna y libertaria de las relaciones sociales, asociable al camping y a una austeridad solo traicionada para buscar experiencias de aliento. “El mundo para evadir / la evasión para conectar”, canta Celina en la hoja de sala. Es un barrio a escala, exquisito, contra un terror que cada espectador define en su corazón. Hay algo de homenaje a toda la estética vital que murió en 2004 en (y con) la tragedia de Cromañon. Podrá sonar expresivo el comentario y de hecho lo es.
Celina tuvo entre sus manos la gestación de un habitáculo para juntar el imaginario morral, las topper blancas, la amistad, las remeras de los locales Locuras, los ecos de Feliciano Centurión y “la esquina”, ese aleph de fin de siglo que cocinó lo que era una ética y ya tiene algo de museo, sepultado hoy bajo muertos, ritmos de bits y estilo libre: la sensibilidad alrededor del aguante, pero un aguante más ambiguo que viril, más creador que sacado. Celina viene del aguante, caminó las cuadras bajas de la peatonal de Mar del Plata en los inviernos del país, tomó su cerveza Quilmes del pico y traficó cds grabados de los rockerismos pertinentes. Pero solo viene del aguante, porque va hacia la hospitalidad.
Es entonces importante lo que Móvil, el lugar donde se monta todo como si siempre hubiese estado ahí, provee desde el vamos. Su estructura fabril de verdad, sin tanto durlock ni espamento suizo, sus ventanas abiertas por las que se ve el cielo de Parque Patricios, los árboles, la ciudad ahí afuera, tan destruida por las reformas y tan vital aún en su melancolía y sus desfasajes habitacionales, el gentío y el confín que se pierde en la sombra.
Finalmente, sumado a ese juego con las formas de vida, con el exterior, con el algodón y con la cultura legendaria de su adolescencia, aparece algo anterior, telurista, evocativo. Trae acá los residuos americanistas de las artes visuales. Las tragedias y las alegrías, lo que refulge cuando el humo y el llanto se disipan, como una traductora o una chamana metropolitana. Están los arabescos, los círculos aztecas diluidos, el ornamento a mano. Están los jarrones que recuerdan su relato El Falsificador, que a su vez recuerdan el imaginario terroso del arte decorativo precolonial, que siempre tuvo una lógica ornamental aparente, pero en el fondo se proponía honrar lo que está por fuera de lo que es, los dioses, lo primordial. En su encanto plebeyo, Celina hace también arte indigenista del siglo XXI, con el hedonismo perdido del continente. Los colores terrosos son ahora psicodélicos. Las geometrías incaicas son ahora los reflujos del batic.
La muestra se recorre descalzo y esto organiza de manera definitiva su estatuto de la sensibilidad.