Piedras pulidas por dibujos
dibujos por Ariel Cusnir
No se puede saber cuál es la primera obra de arte argentino porque no se sabe cuándo empezó la Argentina. Las fechas siguen en discusión: 1602, 1810, 1816, 1853, 1880… Argentina fue desde el vamos la manera de llamar a una región indeterminada en un poema de Centenera. Luego fue un proceso de emancipación política, luego una confederación y luego una república con su capital federal. Siempre hay que elegir un punto para empezar y ese punto se elige bastante después de que algo empezó. Si se hace difícil pensar el nacimiento de la historia del país o la nación, estimo que en el caso del arte argentino es también difícil. Quizá hasta puede ser que el arte argentino sea previo al país.
Acá llegamos a una de las aristas de este ensayito, que sirve como ejemplo de lo que dije recién: previo a Palliere o a Prilidiano Pueyrredón, sin la frondosidad del óleo, sino más bien con la economía popular del grabado, el arte argentino podría comenzar con las litografías de la imprenta Bacle, que incluso tienen una relación con la semiótica social mucho más compleja que la del acuarelista y pintor inglés Essex Vidal, que anduvo por Buenos Aires décadas antes que Bacle. No sería tan descabellado pensarlo, lo que pasa es que no alcanza con decir genéricamente “las litografías de Bacle”.
El imprentero y dibujante suizo César Bacle llegó al Río de la Plata en 1828 y murió en 1838, pocos días después de salir en libertad. Había estado preso acusado por el rosismo de venta de mapas y datos a países enemigos. Pero también molestaban un poco a la mazorca sus dibujos satíricos. La reproducción de imágenes era una marca de época, más que nada relacionada a la propaganda política. Incluso es Bacle quien saca el primer periodico ilustrado de Buenos Aires. De ahí que, para aquellos años, proveía al rosismo de imágenes, como cualquier comerciante que tiene las máquinas y hace a pedido. El rosismo estaba muy atento a la iconografía y también puede rastrearse la inscripción de la cara de Rosas en muchos objetos: tazas, guantes, cubiletes de dados y peinetones.
Sus series litográficas son importantes porque habilitan la relación entre los objetos culturales y los oficios más populares, más ligados al lleva y trae cotidiano de la ciudad, la vida comercial y las artes decorativas cotidianas, no tan caras, de entrecasa. El arte argentino podría empezar con una litografía fechada en 1834, de la serie cómica Extravagancias de 1834. César Aira dijo que la primera novela argentina era Amalia, de José Mármol (1851), pero el primer novelista argentino era Roberto Arlt. Subido a esta propuesta, podría decir que esas litografías son las primeras obras argentinas, sin necesidad de encontrar nombre para “el primer artista argentino”; más que nada para quitarle el peso del cánon a una historia mucho más caótica que ordenable.
En el Museo Histórico Nacional se puede ver una de ellas. La obra se llama “El enlance de los peinetones” y muestra una esquina porteña protagonizada por tres señoras a las que se les complica mantenerse paradas por culpa de sus peinetones, que se enredan y se rompen. A los costados, un poco en segunda línea, una pareja mira la escena (él tiene frac, bastón y levita, ella peinetón también). Del lado opuesto, lo que parece un dependiente traslada en su cabeza un paquete. La escena es sociológica, alegórica y fresca. Según el capitoste de la crítica de los años 30, José Leon Pagano, autor del libro monumental El arte de los argentinos, los dibujos para las litografías más que probablemente no sean de Bacle, que no tenía muchos dotes artísticos. Lo que sí aportaba era su imaginación, su vocación inversora, sus estrategias comerciales y una visión de venta perspicaz. Lxs dibujantes que trabajaban con él serían los responsables del estilo dulce y vivo de las obras: Hipólito Moulin y Adrianne Macaire, que era también una eximia miniaturista y esposa de Bacle. No son los únicos nombres, con lo cual todo parece más grupal, como una cosmovisión sistémica de lo que los pinceles no llegaban a convidar, no como un datito extraño o rareza de la historia. No solo se tomaban un poco en solfa los peinetones del rosismo, sino que podían ver en la vida social formas populares significativas por fuera de los palacios o las iglesias.
Estoy ahora en medio de Rosas y su tiempo (1907), uno de los grandes libros sobre el siglo XIX, donde el psiquiatra social y aristócrata José María Ramos Mejía constela, abre y no cierra, cualquier cantidad de detalles y panoramas sobre Rosas, sus parientes, sus prácticas, la de sus acólitos, la de sus esclavos, la de sus enemigos y las del contexto. En el capítulo XI, titulado “La iconografía y la propaganda verbal”, donde analiza desde los chismes hasta la vestimenta, Ramos se detiene en la importancia de la imprenta y litográfica Bacle para decir que la aparición, en sus estampas, de figuras arquetípicas del momento, herían la imaginación, es decir la intervenian, como una marca o un trauma o una educación. Son artistas menores, lejanos a los retratos del restaurador, lejanos al vicio teológico del gran formato, que producen dibujos, caricaturas, escenas de la siesta aburrida criolla: “manos torpes pero sinceras”, “dibujos toscos y plebeyos”, que producían medios populares de propaganda y difusión, acelerando la capacidad de las imágenes reproducibles de ser mucho más sensibles al tiempo moderno aquel y mucho más justas en su forma de decir que los óleos grandotes, caros y exclusivos que colgaban de las paredes de los despachos oficiales y que muy poca gente veía alguna vez.
Algo hay en la distinción que hace Ramos de lo que más de cien años después hizo Santiago Villanueva, en una obra donde puso una al lado de la otra fotografías que rescató del Archivo General de la Nación, tomadas desde el mismo ángulo, donde se registraban fotos del presidente de la nación en su despacho teniendo reuniones con el mismo cuadro atrás. La pintura de Fader permanecia y cambiaban los protagonistas: Frondizi, Videla, Alfonsin. Años después Macri sacó esa pintura y la cambió por una de Luis Benedit. La litografía (grabado sobre piedra) es barata, cualquier familia puede tener eso en sus casas, como si fuera un póster o un almanaque. Me hace acordar un poco a esto que cuenta Borges sobre Lugones en su breve autobiografía: “Ha escrito que en Córdoba, antes de que llegaran las revistas, vio muchas veces un naipe clavado como un cuadro en la pared de los ranchos. El cuatro de copas, con el pequeño león y las dos torres, era especialmente codiciado”
¿Qué pasa entonces si elegimos estudiar la historia del arte argentino empezando por las técnicas gráficas o el dibujo y no por un óleo de dos metros por uno? ¿Qué ideas de heroicidad y de grandeza se caen de la pared si donde había un óleo ponemos una litografía? ¿Qué se puede redefinir si donde había un retrato de un estanciero pensando en la hacienda, ponemos ahora una estampa de unos vecinos en una esquina o de una tarde larga en una pulpería?
Las técnicas del universo del dibujo y la gráfica son también una manera de predisponerse, una forma de habitar los lugares, una sensibilidad. Lo que hacen ciertxs artistas así, se rige por una relación horizontal con el espectador. Ellxs dibujan y las personas saben valorar la fuerza de un dibujo sobre papel o piedra. Por la tangente enseñan otra cosa: que el espectador no se pregunte sólo por el espectáculo y que dude de la publicidad cuando tapa la vereda. Además, los grabados son como el cine, lo más importante no es el original sino lo que queda de la proyección. Es como decía Nietszche: “donde quiera que haya una piedra, hay una imagen”.
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A propósito de “El enlance de los peinetones” de César Bacle
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Este dossier se realiza en el marco de las becas Activar Patrimonio 2021 de la Secretaría de Patrimonio Cultural del Ministerio de Cultura de la Nación.