Otras formas de leer el mundo
por Márgara Averbach
ilustraciones por Ernesto Pereyra
Una de las preguntas más comunes en estos días es sobre el origen del coronavirus. Y una de las tantas respuestas que corren tiene que ver con lo que Linda Hogan, poeta amerindia estadounidense, llama nuestra tendencia a “romper los tratados que teníamos con el planeta” y nuestra necesidad de volver a instaurarlos. Nuestro planeta está en coma por nuestros actos: calentamiento global, enfermedades nuevas, huracanes portentosos, especies que se extinguen. Y pareciera imperar una ceguera general, por lo menos en los que tienen la posibilidad de cambiar algo. Por eso, este es un buen momento para leer las literaturas contemporáneas de los pueblos colonizados en América, África, Oceanía. Como todas las literaturas humanas, estas expresan visiones del mundo, y en este caso esas visiones son, no solo no occidentales sino también anti occidentales: nos muestran otras formas de pensamiento, contrarias al camino europeo que, sin duda, nos lleva directamente al desastre.
Según el crítico neomarxista francés Lucien Goldmann[1], a mediados del siglo XX, se puede rastrear en las obras literarias la “visión del mundo”, es decir, la forma de leer el mundo que el autor o autora hubiera heredado de su grupo social. Esa “visión del mundo” es grupal (de una clase social, un género, una etnia), nunca individual. Por ejemplo, Linda Hogan es ojibwe, uno de los pueblos originarios de América del Norte colonizados por Europa. La visión del mundo de ese pueblo (y la de todas las tribus americanas) es muy diferente de las europeas.
Las visiones del mundo que Europa trató de imponer a lo largo del planeta se organizan según un sistema binario: usan pares opuestos y jerárquicos como “bien versus mal”; “masculino versus femenino”; “ser humano versus naturaleza”. Los miembros de esos pares son el primero positivo y el segundo negativo. La oposición es impermeable: no hay mezcla entre los dos.
Los pueblos originarios de América no creen en el pensamiento binario. Los pares no son oposiciones y la relación entre los miembros es fluida. Por eso nos son tan incomprensibles ciertas figuras típicas de estas culturas como el “trickster”, ese “bromista sagrado” que es humano y animal; mujer y varón; agente del mal en sus actos pero bueno en cuanto a los resultados de esos actos; capaz de pasar de ida y vuelta sobre la frontera de vida y muerte.
Ese no binarismo determina una gran fluidez que cruza límites duros en las culturas europeas. Este tipo de pensamiento es “holístico” (se piensa en todo al mismo tiempo), no fragmentario, como fueron las culturas occidentales desde el siglo XVIII, cuando se separaron los campos del conocimiento científico. Por eso mismo, estas sociedades no están centradas en el individuo sino en “el parentesco”. Los humanos pertenecemos a nuestro lugar geográfico de origen y existimos solo en esa comunidad, con esos parientes alrededor, tanto parientes humanos y como parientes no humanos, es decir animales, plantas, ríos, montañas y la Tierra como Madre. Eso determina la existencia de lo que Zaffaroni llama “ecología profunda”, la creencia en la Naturaleza como sujeto de derechos[2]
Las literaturas contemporáneas amerindias expresan esas visiones. Basta con comparar lo que pasa con el género “novela”, que, excepto el largo, en ellos no tiene nada que ver con la “novela burguesa” que impuso Europa en el mundo. Los autores europeos del siglo XIX ponen el “foco” en un individuo (por eso, los títulos: Madame Bovary, David Copperfield, Robinson Crusoe). El interés está en la dimensión individual, psicológica de un personaje. Las obras de autores amerindios estadounidenses como Leslie Marmon Silko (laguna pueblo), Linda Hogan (ojibwe), Louise Erdrich (ojibwe), Simon Ortiz (acoma pueblo) no tienen protagonistas; en ellas fondo y foco importan lo mismo[3]; lo individual psicológico no tiene demasiada importancia. No hay centro.
La fluidez se da también entre géneros: por ejemplo, en The Light People de Gordon Henry (ojibwe), hay un capítulo formado por haikus, otro por una obra de teatro, y otro que gira alrededor de la cita del prólogo de la Constitución estadounidense. Y como no hay límites entre lenguaje y mundo, los enigmas que se plantean muy al comienzo en el argumento se resuelven muchos capítulos después en un libro que lee otro personaje, no el que hizo la pregunta. Todo está unido.
Como se dijo, el lugar de origen es el lugar para ser. Por eso, la dirección geográfica de las historias de los personajes occidentales y los personajes amerindios es opuesta. Toda la narrativa europea de los siglos XVIII y XIX, cuando “Occidente” colonizaba el mundo, es centrífuga: los personajes van desde su origen hacia el mundo y le imponen su cultura. Por ejemplo, Robinson Crusoe construye una casa inglesa en el fin del mundo con lo que encuentra en el naufragio: impone su herencia cultural a la isla. La narrativa de los autores amerindios, en cambio, es centrípeta: la historia central es la de la vuelta a casa. Arrastrados por instituciones totales (totalitarias) como la escuela, la religión, el ejército, o por el hambre y la necesidad, hacia las ciudades del blanco, los personajes vuelven a la Reservación, es decir, a su comunidad humana y también no humana. La ciudad del blanco es un mal lugar donde el individuo está solo, sin parientes de ningún tipo. De eso, hay que huir.
Pero estas visiones tan distintas de las europeas se expresan en los idiomas de los colonizadores: el inglés, el castellano, el francés, el portugués. Prohibidos los idiomas originales en la escuela, el uso de las estas las lenguas europeas es casi obligatorio: son las lenguas francas que permitieron la alianza entre las naciones originarias sobrevivientes. Pero para expresarse en ellas hay que hacer lo que Joy Harjo y Gloria Bird, dos poetas y críticas amerindias, llaman Reinventing the Enemy’s Language[4], Reinventar el idioma del enemigo. Estos autores se apropian del lenguaje del colonizador y lo usan para la lucha, como Calibán en La Tempestad de Shakespeare. Al mismo tiempo, hay una reinvención de los géneros y los recursos literarios de la contemporaneidad, aplicados a ideas que no conocían antes. Eso hace de estas literaturas las más interesantes del XXI.
Pero además, estas culturas creen en una relación necesaria, no arbitraria entre lenguaje y mundo. Por lo tanto, para estos autores, la literatura no es diversión ni arte “puro”: es una herramienta para la lucha fuera de los textos, la pelea constante por todos los parientes, humanos y no humanos, por la Madre Tierra y las generaciones futuras contra la contaminación, el calentamiento, la extinción. Así, estas literaturas aprovechan el poder de las palabras para reestablecer la vida “en armonía” o “en belleza”, ese equilibrio del que habla, por ejemplo, Evo Morales en sus discursos[5]. No es poco. Para descubrir este arte diferente, basta con levantar la vista y leer más allá del canon literario, siempre centrado en los autores blancos (y muchas veces hombres).
[1] Lucien Goldmann. Para una sociología de la novela. Madrid: Ciencia Nueva, 1967
[2] Eugenio Zaffaroni. La Pachamama y el humano. Buenos Aires: Colihue, 2012.
[3] Ver, por ejemplo, la primera descripción crítica de esto en un texto teórico amerindio The Sacred Hoop, de Paula Gunn Allen. Boston: Beacon Press, 1986.
[4] Harjo, Joy y Bird, Gloria (editoras). Reinventing the Enemy´s Language. Contemporary Native Women´s Writing of North America. Norton: New York, 1997
[5] En su libro La Pachamama y el humano, Zaffaroni aclara que tanto en la Constitución de Bolivia como en la de Ecuador, en tiempos de Rafael Correa y Evo Morales, se dictaminó que la Naturaleza era sujeto de derecho y cualquier ser humano podía representarla frente a la ley, es decir que tenía derechos por sí misma, no porque le fuera útil a los seres humanos.
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