Noticias de antiguas canciones
dibujo por Lino Divas
Ver muestras de arte en Buenos Aires no deja de ser un acontecimiento singular. Atravesamos la ciudad como atontadxs hasta ver algún cartel que nos orienta, retomamos el rumbo mirando hacia arriba para no olvidarnos que unx avanza en algún lugar de la historia, como a la vera de un río espeso. El río desaparece en la entrada de un edificio que ofrece a cambio un piso alisado, gris municipal. Un local alargado que aloja una sala de exhibición, pero podría contener casi cualquier cosa: un negocio de ropa, un bar, un depósito o una dependencia gubernamental. Ninguna historia, ninguna marca perturba la absoluta transitoriedad del espacio, que no termina de salir de la nada de la que surge, para prometer volver a meterse en ella al fin del día.
La rendición de nuestros tiempos lleva por nombre la muestra y queda claro que lo que se promete es la escena de un juicio, o al menos un balance del tiempo presente enunciado desde el borde exterior de un campo de batalla. A nuestras espaldas queda el fragor del río, el flujo sombrío que todo lo arrastra. Y como si curar una muestra consistiera en atrapar con redes y trasmallos los objetos más extraños que el torrente trae, dejando pasar por sus agujeros la voz tornasolada de la época, así se acomodan las piezas en la sala, cuidadosamente limpiadas de las marcas barrosas que la corriente dejó en su superficie, relucientes como la faz esmaltada de una antigua escupidera.
Formas extrañas en el espejo
Comienzo diciendo que lo que me mueve a escribir es lo que en la muestra me llamó a silencio y que podría delinear como el aspecto tautológico, o quizás el trastocamiento de los órdenes de causa y efecto, que dan a las obras el cariz perturbador de haberse hecho a sí mismas. Algunos ejemplos: en la obra de Eugenia Calvo una cama se sostiene erguida y correctamente vestida, mientras a su lado un círculo de hierro preserva a sus pertenencias de esparcirse por la sala. Este freno de las partes sueltas le da un aspecto más amenazante al cuerpo principal, que parece haberse independizado de su utilidad para afirmar una voluntad propia -aunque ligeramente dependiente del humano faltante- para pararse de manos frente al resto de las obras. Si me permiten la digresión, no podría Marx haber dado con el aspecto fantasmal de la mercancía si el fantasma no hubiera estado ya como clavado en la cabeza de palo de todas las cosas. Podríamos agregar que desde siempre los artistas se esmeran en mostrarnos que dicho fantasma se arrastra entre los vivos y las cosas por igual, esperando para sorprendernos en la intimidad formal que con esas mismas cosas tenemos.
Algo similar sucede con la obras de Aime Pastorino, herramientas industriales de carpintería y otros restos del trabajo manual, minuciosamente copiados en madera de pino y paraíso, preservados del tiempo (y arrojados nuevamente a él, después de purificados) mediante la reproducción mimética de cada objeto del taller de su abuelo. El origen emocional de estas obras cifra a un nivel personal el retorno como obra de arte del oficio perdido de nuestros ancestros. Ésta es también una de las claves de la batalla, en la que deliberadamente nos ponemos del lado de los perdedores, sabiendo que la repetición de sus gestos no es solo homenaje ni disposición melancólica, sino también la búsqueda del hilo que nos permita retomar algún camino. El pescador es, en definitiva, quien urde la trama con la que vamos alegremente a sumergirnos en el río, esperando atrapar al pez dorado del sentido.
Cuestión de mímica
Un lector imaginativo puede suponer unas obras trágicas y sentimentales pero es en cambio una muestra sin declamaciones, sin llantos ni gesticulaciones. A pesar del silencio, nos da la sensación de que las obras se ríen, no tanto para esquivar su desgracia (todas son algo desgraciadas) sino que se ríen directamente de nosotrxs. Descifrar de dónde surge la risa no es menos urgente que entender cómo saben tanto de nuestra propia desgracia.
Para que lo cómico se produzca, dice Bergson, es necesario que la emoción se haya ido. Desde esa anestesia inicial vamos a partir, con apenas media sonrisa, para notar de inmediato que si se hace progresivamente más sonora la risa es para opacar cierta vergüenza que asciende, deformando la mueca. Vamos de a poco: el modo en que un ventilador encendido y una bolsa de supermercado entrelazan sus destinos en la obra de Nicolas Bacal es la esencia cómica del desorden ontológico, que en un plano más terrenal van a narrar los dibujos de Scorzelli: seres que se vanaglorian en la exhibición miserable de sus contradicciones, efectos de una vida continuamente doblegada, que la forma devaluada y resistente del dibujo acompaña. El gesto de vender a menor costo copias de esos mismos dibujos -cual mantero en Plaza Francia- cierra el círculo que devuelve al artista a su condición de castigado ejemplar de la economía precaria. Este pequeño acto ejecuta eficazmente las transmutaciones del valor, ese pase de magia que el capital ha aprendido de los artistas pero que a ellos mismos da la espalda.
En un estatuto similar está el habitante del bunker proletario que preside y organiza el espacio. Es en esa construcción de placas de madera -interior del interior- donde descubrimos que el sujeto, enfundado en su verde croma y a quien solo conocemos por su imagen mediatizada, parece compartirnos la ansiedad de su desaparición. Donde hay repetición completa, vuelve a señalarnos Bergson, aparece lo mecánico funcionando tras lo vivo. Que el dúo que produce esta última obra (Nicolás Pontón y Alejandro Montaldo) y que a su vez asume el rol de la curaduría, se haga llamar La copia, no es más que la constatación de que el procedimiento opera en todos los niveles a la vez, saturando de nudos la red.
La obra de Bruno Gruppalli efectúa quizás la mayor parte de los desplazamientos. Parado cerca de la pared, hacia el final de la sala, un maniquí femenino cubierto de yeso, sostiene una mano al frente, desnuda y en posición de ofrenda, de un esmaltado rosa violáceo. El otro brazo cae al costado y en su extremo cuelga un guante blanco de los que se usan para tocar y al mismo tiempo proteger lo que se toca del tacto, que oculta su mano faltante. Sobre la testa calva y áspera del maniquí, unos limones hacen de ojos y un pepino curva la sonrisa en una mueca extática de felicidad. La mirada extraviada y la sonrisa apepinada y sin dientes fijan, en el soporte vivo de su materia, el desenlace frustrado de un espíritu que desea elevarse -como el gesto de su mano sugiere- pero cuyo cuerpo detiene burlonamente en la tierra, clavado a una pesada base de bloques de cemento.
Balance apurado al pie del combate
El movimiento del cuerpo que continúa cuando el contexto ya ha cambiado, la escena del baile a la que se ha quitado la música o el tropiezo en la calle que convierte al caminante en un fantoche desarticulado, son ejemplos de la transformación del hombre en un autómata destinado al ridículo. Por última vez, Bergson: “La risa es un gesto social que intenta corregir lo que se presenta como excesiva rigidez frente a las demandas de flexibilidad y adaptación social”.
A la hora de las cuentas, una frase escrita en 1899 proyecta su estela en estas piezas y alumbra una figura quizás demasiado abandonada. La del artista como moralista, que marca con su risa el ritmo del desvío. Bufón y soberano al mismo tiempo, salva a los objetos de su vida devaluada, trae a los fantasmas a la tierra, nos ofrece el disfraz y la salida, realiza con los restos del paisaje demasiado cambiante de la historia un museo de la rigidez social, donde podemos vernos en espejos deformados y reirnos del monigote en que nos convertimos. Pero es también el gran adorador del síntoma, el paciente y meticuloso identificador de signos y señales, que amplifica, a la vera del rio caudaloso de los días, en un lugar que puede confundirse con el limbo y con la nada, ese cierto malestar que nos trabaja.
La rendición de nuestros tiempos.
El obrador
Bartolomé Mitre 1670 · CABA · Argentina
10 de marzo – 11 de mayo 2023