Nos vemo en Disney

Dibujo y texto por Leopoldo Estol

Nos vemos en Disney ¿Conocen esa expresión? No tengo en claro cuándo empezó a ser parte del slang, internet sugiere que fue un amalgama surgido en el 2001. Una forma canchera de decirle a alguien que nos vemos pero no nos vemos porque ese Disney post crisis empezaba a estar demasiado lejos.

Sí, fui a Disney en los noventa y mis hermanas volvieron a ir hace poco. No sé si yo volvería. Ir en los noventa era una experiencia que te marcaba, para los hijos e hijas de la clase media argentina viajar a Disney suponía una suerte de culminación de un periplo probablemente iniciado con inocencia en el living de las casas porque muchas de las películas y series del mainstream ochentero tenían en aquel parque de atracciones una suerte de adaptación, un complejo sistema donde King Kong, Volver al Futuro o Querida encogí a los niños cerraban un arco continental con suculentos estímulos tridimensionales.

Este texto que me propongo escribir versa sobre viajar, se trata también sobre cómo nuestras experiencias del mundo constituyen nuestra forma de relacionarnos. En diciembre fuimos con mi vecina Rocío a ver la muestra de Jazmín López en una galería de Villa Crespo. No escribo sólo sobre una muestra sino sobre las referencias sociales y culturales que emergen en mí como huellas por haber nacido acá y ser parte de un conglomerado infantojuvenil inestable con privilegios a todas luces visibles. Es cierto, me costó ir a ver la muestra. Si bien sigo el trabajo de JL el nombre de la muestra Ivanka era un escollo, acaso el signo Trump escondido en la urdimbre, acaso Instagram restándole misterio al mundo… Por suerte, Rocío propuso el plan y acepté.

La muestra: una instalación.

La instalación: una serie de ambientes entrelazados.

Los ambientes: un breve espacio de recibimiento, un living mortuorio y un dormitorio expandido. 

En el primer espacio hay una pantalla bastante cómica que simula a lxs vigilantes digitales instalados en muchos lobbys que nunca dejan de ser un poco marcianos; en el living, vemos arreglos florales con el decaimiento propio del paso de los días (me encanta), es el tipo de detalle que impregna y vehiculiza rápidamente un cierto ánimo, una cierta atmósfera que cobija y… ¡cuánta falta hacen estas ofrendas!

Libros serios con pelucas, posters de haute couture con prolijas intervenciones, un martillo y una hoz pintadas en el cachete de una señorita. Una provocadora cama de una plaza con el esmalte fechado: ¿Don Orione o Ruth Benzacar? Sensación de tren fantasma, ahora JL cita al genial Ilya Kabakov con gracia, levantamos la vista y hay continuidad. Ivanka es un ser ficcional que huye por los cielos. Mas luego aparece una cabeza de venado conectada a un aparatito de transfusión de sangre y tengo la sensación de que me pierdo o se pierde una clave más lírica que, al menos a mi, me magnetiza. Sigamos. Un conglomerado variopinto de objetos se cuecen alrededor de un bastidor y Rocío reconoce un sombrero de esos típicos de Disney con la cara de Minnie hecho en un hule super bueno. “Es mío” me dice, Rocío también fue a Disney, como era chiquita no tiene recuerdos, tiene fotos. De pronto, escuchamos un ruido raro y los objetos se sustraen de la sala, es difícil explicar cómo sucede. 

Nunca vi nada igual, viajamos en un abrir y cerrar de ojos a Orlando. Vemos la bella solidez de la Florida Turnpike con sus automóviles y camionetas a toda velocidad, confiados los americanos giran y giran sobre rulemanes ultra veloces, prolijas salidas de autopista numeradas que llevan a colectoras perfectamente pavimentadas donde se abren dársenas de estacionamiento de Pizza Hut, Nike, Taco Bell. Oh, ¡qué mundo organizado y funcional! Pero dígannos, ¿cuál es el truco? ¿Cómo lo lograron?

Vamos perdiendo altura y el efecto inicial pierde contundencia. Los yanquis hacen excelentes juguetes, tienen ingenieros obsesivos que dotan a sus plásticos de atractivos colores, articulaciones duraderas y pintura prolija. Las tortugas ninjas del subdesarrollo se rompen rápido y vienen de fábrica con los antifaces corridos. Así como las películas, los juguetes anglosajones son antenas radioactivas que generan más dependencia. Nos inyectan una mínima dosis de estos chiches y cuando no hay más, llega la nostalgia. La vida es así, una cosa llama a la otra. La atracción dedicada a Alfred Hitchcock es medio floja pero igual quiero la taza del giftshop con el perfil del director. Uh, al tomarla se desvanece entre las manos, algo debe andar mal. Cuando vamos a la laguna artificial (esto sí es un recuerdo) le miento a mi hermano sobre el tópico de la atracción, él no se percata porque es muy chico. Yo en calidad de grandulón le digo que “ahora vamos a hacer un paseo en bote – señalando – mirá qué lindo el lago” cuando en realidad se trata de JAWS, otro invento electromecánico de gran complejidad que por supuesto me asusta pero más a mi hermano que ve emerger de un segundo a otro a un tiburón malísimo a escasos centímetros de su asiento en la lancha. (Rebobino un poco: el parque de atracciones y el arte tienen algo en común, son una fábrica  emocional)

En la muestra de JL hay algo de Disney y también de la URSS. No solo por la presencia de literatura marxista y la repetición del estandarte comunista, a través de una carta nos enteramos de que Ivanka abandona su casa en Moscú para viajar al espacio. Se pueden leer algunas de sus palabras, su testimonio es más bien solemne por lo que cuesta entrar en el vaivén del personaje. Ciertamente, lo que cautiva de la exposición no es el carisma de Ivanka sino, sospecho, la oscilación entre formas de ver el mundo, no sólo las potencias de la Guerra Fría sumemos el Río de la Plata. En esa línea y por citar otra muestra ocurrida en la misma galería, el trabajo que Fabián Marcaccio dedicó a Ezeiza utilizaba también objetos y la estela de hechos sociales para profundizar en una coyuntura cultural. En el caso de Marcaccio, él tomaba el enfrentamiento entre facciones del peronismo para reflexionar sobre los imaginarios en pugna. La muestra de Jazmín parece dar un primer paso hacia un terreno anegadizo. Una generación que creció con una fuerte estimulación hacia el consumo y donde el consumo fue y es vivido como un eje fundamental a la hora de definirnos en el campo social. También, una generación heredera de camadas militantes, anarquistas y rebeldes que no quiere que le marquen lo que está bien. Una generación que siempre supo dónde están las villas y que aprendió a ranchar con cartoneros, a fogonear para ser más libres. Pienso en Juan Grabois con su lúcida oratoria y su mirada vehemente, si bien no sé si Juan fue a Disney. 

Yo también viajé a la Unión Soviética, pero para ese entonces ya era simplemente Rusia. Fui apenas 3 años después de conocer Orlando, cuando lo conté en el colegio la profesora de física no me creyó. Era el año 98 junto a mi abuelo Julio jugábamos al ajedrez y discutiamos el legado de la Generación del 80. Viajar a Rusia fue un disparate y sucedió cuando empecé a ganarle las partidas. Elevando la apuesta Julio sacó dos pasajes vía Aeroflot. Me sorprendió la poca publicidad que había en las calles, la magnitud que había tomado el diseño urbano con la planificación estatal, lo atrayente e igualmente perturbador que resulta examinar aún hoy los vestigios de un proyecto, en este caso el socialismo, destinado a abarcarlo todo. Una magnitud sideral. Deseo y voluntad para cambiar el mundo. En Moscú dormimos en un cuarto bien elevado, se hacía de noche tarde, a las 11 todavía había rayos solares en el horizonte. Para mi sensibilidad púber resultaba parecido a acampar en un satélite de Urano. Con frustración e insomnio, descubrí que mi abuelo roncaba y también me emborraché por primera vez a bordo de un tren tomando vodka con naranja eclipsado por el coqueteo de una santafesina y la excitación de estar allí. Tal vez lo más sorprendente de ese viaje fue mirar por la ventanilla, recuerdo ver campos sin alambrar.

Alguien dirá: ¡Leo Estol quiere escribir una reseña y no hace más que contar sus anécdotas! ¡Está senil! Desde ya les advierto que no es mi intención igualar los parques de atracciones y el proyecto soviético, constituyen experiencias complejas que encomendaré elegantemente a una sociología escabullidiza que ojalá el CONICET tenga el buen tino de financiar. Pero, volvamos a la muestra y a su creadora, Jazmín Lopez, cuya obra pareciera habilitar este portal mágico y melanco. Nos comunican que debemos abandonar el salón, ceñido por el deber, entro en una suerte de frenesí y quiero saber más de Ivanka: ¿cuales eran sus miedos de niña?¿se llevó bien con el Soviet Aparatchic?¿le gusta bailar? Los objetos no responden, es hora de irnos. Ojo, tal vez resista y me aferre a esa imagen que brotó de forma inesperada, símbolo de una mejor repartija, ese campo sin alambrados. ¿Será viable? ¿o sucumbiré ante otro espejismo del arte argentino? Ahora pienso en mi viaje a Disney, ahí también se perdían las fronteras, específicamente, la que separa ficción y realidad. Como en Querida encogí a los niños, cuando en la pantalla liberaban un montón de ratones, el truco era tan pero tan bueno (un mecanismo diseñado para cada asiento) que levantamos las piernas y algunas personas incluso gritaban del espanto. Era un escándalo monumental. Un truco genial. Supongo que por eso viajamos, ¿no?

Agradecimientos especiales a Mara Pedrazzoli y a Marcela Sinclair por sus comentarios sobre este texto y a Mora Bacal por su atención al recorrer la muestra

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