NON STOP de viajes astrales, mosquitos y cadáveres.

por Mercedes Azpilicueta

Un día con una amiga hicimos un viaje astral en un pueblo de la provincia de Buenos Aires. No me acuerdo su nombre…tal vez era Pigüé o Coronel Pringles. Lo cierto es que teníamos 16 años y si bien no viajábamos mucho físicamente, sí lo hacíamos leyendo o dejando divagar la mente. Ese día nos levantamos bien temprano y junto a un grupo de señoras nos tomamos una combi. Cuando llegamos al lugar, todas nos tiramos en el piso del living de una casa. Me acuerdo que el piso estaba bien frío. Un tipo joven de voz convincente a lo Jon Kabat-Zinn nos guiaba en eso que llaman el viaje astral. Creo que el objetivo era poder desprender el cuerpo físico del espiritual, pero mi amiga y yo estábamos en tal desborde hormonal que las dos nos quedamos completamente dormidas. No llegamos a ningún parte. Igual estuvo bien, lo importante no era tener una experiencia extra-corporal sino simplemente haber sido parte de ese viaje, en esa combi, con esas señoras. Hay algo de cuando crecés en la provincia que tiene que ver con lo transgeneracional. Siempre hay que moverse por algún motivo, y sobre todo, en grupo. Ya sea para visitar a la familia por pueblos aledaños, o para comprar al por mayor en Bahía Blanca o Mar del Plata los guardapolvos y los útiles de la escuela. Siempre estás entre viejos, adultos y chicos. Extraño un poco eso. También hay algo de esas conversaciones transgeneracionales que suceden en simultáneo. Los chicos gritando al fondo, los grandes conversando y retándonos desde lo lejos, y los viejos contemplando al borde de la nada. Siempre viajando, en auto, en combi o en colectivo por esas rutas provinciales, muchas de tierras, llenas de pozos, transitando esa brecha de espacio que a la vez se hace tiempo. Y claro, como no había smartphones durante esos viajes mi cabeza se dedicaba a soñar despierta. Extraño también un poco todo eso. ¿Será la energía canceriana que estamos transitando? Mirar por la ventana y dejar que la mente divague… ¡cuánto se demoraba ese tiempo! Así me pasaba muchas horas imaginando lugares extraños y lejanos. Ahorita se me viene a la cabeza un poema de Susana Thénon: “hay un país (pero no el mío) / donde la noche es solo por la tarde / (pero no el nuestro) / y así canta una estrella su tiempo libre.”

No sé si habrá sido que me fui de Suárez o mi medio cielo en sagitario, lo cierto es que mientras estudiaba en Buenos Aires tuve la suerte de recorrer la Argentina casi diría exhaustivamente desde el 2002 hasta el 2011. De norte a sur y de este a oeste acampé en campings libres -cosa que ya casi no quedan- y crucé kilómetros y kilómetros por rutas perdidas y desoladas. En uno de esos viajes, atravesando la ruta 40, entre el Chaltén y Esquel se nos queda el auto. Era un Daewoo Tico, un modelo surcoreano, chiquito y de ciudad, que nosotros llevábamos como si fuese una camioneta 4×4. El autito estaba atestado de cosas: carpa, colchón inflable, sábanas, frazadas, sillas y mesa plegables, bote inflable, camperas, hamaca paraguaya, cajas de vino, calentador, comida de todo tipo, ollas, platos, mosquitero, libros, acuarelas, piedras y líquenes que juntábamos. Ese día iba manejando yo, la ruta estaba llena de pozos y piedras. En un momento veo que los cambios no entran y veo que de la noche a la mañana la caja de cambios estaba completamente rota. Nos quedamos pasmados en el medio de la nada. El viaje se había truncado. Solo se escuchaba el viento, y por algún motivo, también lo sensible y el movimiento. No recuerdo a dónde llegamos haciendo dedo. Era un páramo donde podíamos llamar desde una cabina de teléfono. De alguna forma había que llevar el Tico a Buenos Aires y lo mejor era cruzar Chubut hacia Comodoro Rivadavia. Hojeando las páginas amarillas, encontramos una grúa-remolque que vendría desde Comodoro. Esperamos la grúa todo ese día…hasta que apareció entrada la tarde. Como se había roto la caja de cambios, las ruedas del auto no se movían ni para atrás ni para adelante. El auto se había convertido en un cuerpo muerto. La grúa necesitaba levantarlo y cargarlo encima. El tipo que manejaba la grúa nos dice que el remolque no tiene frenos, así que “bajamos” literalmente desde la cordillera hasta Comodoro no sé cómo. Lo que sí me acuerdo es del paisaje, esas mesetas escalonadas que van descendiendo despacito hasta los acantilados de la costa. Transitar las rutas argentinas es una experiencia casi religiosa. El Tico iba atrás bamboleándose y nosotros tres adelante, al mando de un remolque sin frenos. Cuando llegamos a Comodoro, ya habíamos arreglado con un “mosquito” que llevaría al auto y a nosotros también hasta Buenos Aires. A las 12 de la noche nos encontramos con el camionero al mando del “mosquito”, su hijo -que no tendría más de 15 años y que estaba aprendiendo a manejar- y un primo taciturno. Los tres nos llevarían a Buenos Aires por unos pocos pesos. Los mosquitos son esos camiones enormes que tienen una estructura de dos pisos y que suelen llevar hasta 10 autos encima. Se los llama mosquitos porque la estructura parece dos alas que salen de atrás del camión. En general van a Comodoro con autos nuevos para vender a los petroleros y regresan para Buenos Aires con varios chocados o robados en pos de algún negocio jugoso en el conurbano. Así fue como el remolque subió el Tico al piso superior del mosquito y nosotros trepamos para escondernos dentro. Obvio que no se puede llevar gente dentro de los autos…pero bueno, era parte del deal que habíamos hecho. Viajamos escondidos desde Comodoro hasta Buenos Aires, pasando los controles de gendarmería durante casi 24 horas sin parar. Hicimos de todo dentro de ese auto que iba como suspendiéndose en el aire. Después de un par de horas nos acostumbramos, pero era como estar entre volando y saltando. O mejor dicho, como si el Tico estuviese trotando en el aire. Dormimos, leímos, tuvimos sexo, fumamos porro, freímos cebollas, imaginamos todo tipo de combinaciones de cómo los tres camioneros iban turnándose para manejar y no quedarse dormidos…hasta que finalmente terminamos haciendo pis dentro de botellas de plástico. El Tico se había convertido en nuestro aguantadero. Una especie de prótesis anexada a nuestros cuerpos que con las horas parecía sentir y saber exactamente lo que necesitábamos. Por momentos nos parecía ver que el capot sudaba… ¿o lloraba? Lo cierto es que con cada kilómetro que atravesamos, y allí en las alturas, nos dimos cuenta que el Tico y nosotros nos habíamos convertido en una misma cosa. Un tipo de transformer que nunca habíamos visto. Ya nadie sabía si éramos humanos robotizados dentro de un auto que a su vez estaba dentro de un mosquito de metal gigante, o si el auto-robot se había humanizado a costa nuestra y se había convertido en un Cybertronian car encargado de llevarnos a todos, incluso hasta el mosquito, hasta el conurbano.

Un poco pensando y parafraseando al misógino de Gombro: “a veces me gustaría mandar a todos los escritores del mundo al extranjero, fuera de su propio idioma y fuera de todo ornamento y filigranas verbales para comprobar qué quedará de ellos.” Con este tipo de frases at the back of my mind y en una especie de autoexilio en el 2011 me mudé a Rotterdam. Como bien leí por ahí, todos somos exiliados de algo. Hasta la vida misma se encarga de exiliarnos de lugares como la infancia. Desde entonces seguí viajando estos últimos años en un estado de nomadismo importante. Per fortuna, creo que mi medio cielo en sagitario sigue marcando mi ruta. Viajar se volvió un poco una búsqueda de lo imprevisible a través del movimiento. Una búsqueda de ese tiempo que sueña dormido entre dos o más lugares. También estar en tránsito me permite romper con cualquier linealidad y desprenderme de la rutina…aunque en realidad hasta viajar se ha vuelto un poco una rutina. Un gran costo ha sido el quilombo de idiomas que llevo dentro. A esta altura ya no hablo bien ni mi tan querido castellano rioplatense -aprovinciado-, ni mi tan cuidado y aprehendido inglés, ni mi wanna-be y sofisticado italiano…pero bueno tampoco eso me quita el sueño. Si hay algo que aprendí entre tanto trajín y tanto desajuste y reajuste de parámetros es a descolonizar mi manera de pensar y sobretodo, de hablar. Ya no me importan mis errores en español, ni mi acento fuerte en inglés, ni mi tibio italiano…hablo como puedo.

Viajar está re bueno, sí, sobretodo porque hay algo de lo “puro” de la lengua que se ensucia y se bastardea. Por otro lado, lo que queda también bastante vapuleado es el cuerpo. Claramente no estamos hechos para cruzar los cielos en buses aéreos que con cada viaje le hacen un buraco a la capa de ozono. O como bien escribe María Gainza, “si alguien hubiese querido que voláramos, se habría encargado de ponernos alas en la espalda.”

Creo que hay una cierta violencia que se imprime en el cuerpo al viajar. Sobre todo si el motivo del viaje es por placer. Ese vil cuento del turismo que ya pocos nos lo comemos. Y no te hablo del jetlag y todas esas giladas. Sino de ese tiempo muerto que le lleva al cuerpo cansado recuperarse de la partida y prepararse para la llegada, en pos de evitar convertirse en un mero cadáver a la vera de una playa de aguas claras. Se me viene a la cabeza la voz de Néstor Perlongher: “verrufas, alforranas (de teflón), macarios muermos: cuando sin… / acribilla, acrisola, ángeles miriados’ de peces espadas, mirtas / acneicas, o sólo adolescentes, doloridas del / dedo de un puntapié en las várices, torreja / de ubre, percal crispado, romo clít… / Hay Cadáveres.” Sí, a veces cuando me pongo un poco nostálgica lo pongo a Néstor en el youtube para que me levante el ánimo y me eleve con su voz. Y a quién no le gusta bregar que viaja “liviana”, aunque por algún motivo yo siempre termino cargada como un “ekeko”. En general transportando no solo cosas materiales como tubos con dibujos enrollados, ropa de segunda mano y libros que a esta altura ya forman una segunda biblioteca itinerante; sino también todo tipo de bagaje emocional que claro está, exorcizo de una u otra manera dentro y fuera del estudio.  En fin, cuando empecé a acumular millas con los viajes que hacía entre Argentina y los Países Bajos y mismo dentro de la Unión Europea, la mente también me empezó a jugar malas pasadas. Desarrollé eso que la gente llama OCD en inglés o en español: “desorden obsesivo-compulsivo”. Siempre tuve una tendencia a coleccionar figuritas, puntos en los supermercados, estampitas, sellitos…así fuera por un mero café. Es el pedacito de alma de coleccionista que llevo dentro, aunque canjee todo lo que tenga por un tupperware. Y luego de un par de años y con mucho (¿o poco?) esfuerzo, y gracias a que muchos de los viajes que hago yo no los pago, logré pasar de una mera y cualunque categoría “ivory” (-marfil- sí, la macabra historia detrás de esa palabra) a una “silver” (plata). El día que me llegó la carta de traspaso de “categoría” no voy a negar la alegría que sentí por mi gran y decadente logro. Ni hablar de cuando vi que el cambio venía con un regalo: un reluciente cupón de descuento para el alquiler de un auto que nunca usaría. Ahora resultó que subir de “categoría” no significa nada más que seguir siendo pisoteada por los que ahora están una categoría “más arriba”. En fin, no voy a incursionar en los vericuetos que le siguen al desafío de pasar de “silver” a “gold”, de “gold” a “platino”, y de “platino” a quién sabe dónde. Pero sí creo que tanto viaje físico que me ocupa en estos momentos, teniendo mis pertenencias desperdigadas, sintiéndome un poco nómade, un poco en todas partes, un poco en ninguna; con un cuerpo un poco descuartizado, un poco desmembrado, un poco automatizado, un poco androidizado, un poco cyborg-guiado, un poco biomecanizado, un poco androgenizado, y por qué no, un poco aseñorado…me hacen fantasear con recluirme en alguna constelación perdida de este universo -¿tal vez en Casiopea? Y así, cuando crea colmada la tarea, como canta Silvio, y quizá cuando ya tenga todo el pelo hermosamente blanco -o quien sabe, para ese entonces, más que pelos sean suaves filamentos de metal-, pueda retomar ese viaje astral que dejé en aquel living de piso frío, rodeada de viejas sabias, maestras y compañeras, en un pueblo perdido, a años luz de esta tierra.

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