Materialismo Histriónico

por Jonás Gómez
dibujo por Ernesto Pereyra

El acto creativo es inmenso, pero está, desde el principio, vinculado a la materia y a la economía. Desde la obra más sofisticada y etérea, hasta la más visceral y terrenal, siempre se establece alguna clase de vínculo con la industria, con la fabricación en serie. Más allá de las herramientas y de los materiales de los que se haga uso (pinceles, pintura, cámaras, computadoras, impresoras, resmas de papel y demás) buena parte de lo necesario para crear está ligado a la industria. Pero, a diferencia de lo que ocurre con otras ramas del trabajo, con categorías y un alcance más definido de su labor, el rol del artista (en este caso del escritor, pero quizás se puede hacer extensivo a otras disciplinas) puede llegar a percibirse como algo difuso. Y, por ciertos argumentos planteados en torno al debate del que parte esta nota, se podría decir que hasta casi accesorio.

¿Pero qué es, exactamente, un escritor? ¿Cuál es el alcance de su trabajo? ¿Trabajador del arte, escritor y artista refieren a lo mismo? ¿Es uno el que se define como escritor o son los otros los que deben validarlo? ¿Cómo se mide el tiempo necesario para escribir un libro? Considerando que implica tanto el momento de la escritura en sí como la corrección y la acumulación necesaria de días, meses y años para llegar a tener la capacidad de escribir ese libro. En un sistema en el que todo se calcula en base al dinero, ¿es posible monetizar ese tiempo? Si un escritor cobra el 10% del precio de venta de un libro, ¿en qué parte de la transacción se calcula ese dato? Algunas cuestiones no están tan claras y algunas categorías del arte (que suele estar rodeado de un halo de sospecha por parte del que no lo ejerce) habitan en límites borrosos. Muestra de esto es que poco tiempo atrás se formó, en el país, la Unión de Escritoras y Escritores y, desde el principio, apelaron a la palabra trabajo para referirse a la escritura. Es decir: para un escritor no es suficiente posicionarse como escritor, también es necesario ir a buscar la palabra trabajo, sentarla en torno a la mesa de negociaciones y, con esa palabra presente, intentar mejorar las condiciones de #trabajo de los que escriben.   

Estos y otros temas estuvieron sobrevolando el debate que se desató en Facebook días atrás. Como resultado del confinamiento que estamos atravesando la escritora Selva Di Pascuale tuvo la iniciativa de armar un grupo, bautizado Biblioteca Virtual, de intercambio de libros en formato PDF. No hubo, al menos en un principio, ahora sí las hay, más consignas que esa. Se apeló al criterio de los participantes para compartir y subir material al grupo. Pero, como el intercambio estaba liberado a la buena voluntad de los participantes (por esos días había 15000 usuarios) no todos se manejaron con la misma lógica. Con el paso de las semanas hubo escritores que se enteraron de que sus libros (algunos editados el año pasado y, por lo tanto, todavía disponibles en las librerías) estaban circulando ahí. Hubo quejas, posteos al respecto y, finalmente, Gabriela Cabezón Cámara pidió explícitamente en el grupo que no se compartieran los PDF de sus libros. Comentó que gracias a la venta de ese libro había podido vivir algunos meses. Algo, desde ya, atendible. Para ser justos: la administradora de Biblioteca Virtual entendió el reclamo y pidió a los participantes que no compartieran material de escritores argentinos contemporáneos. Pero, como el grupo está formado por miles de personas, la respuesta colectiva no fue homogénea. Y a partir de este punto las versiones de lo que pasó y por qué pasó varían.

¿Qué significó el reclamo para los escritores? La defensa de su trabajo y de sus ingresos. Aunque no todos los interpretaron del mismo modo. De hecho, entre la multiplicidad de voces, hubo gente que intentó explicarles a los escritores como debían interpretar la situación (dos comentarios a modo de ejemplo: “encima que te leen te quejás”; “esto es publicidad gratis”). Ya en el debate, al tratarse de libros en formato PDF, la discusión recorrió distintos terrenos: se habló de la defensa de la propiedad privada (en este punto el debate se llenó de revolucionarios de sofá); se intentó relativizar el reclamo por tratarse de libros en formato PDF y no en formato físico (como si esos archivos no fueran el resultado de un libro); se buscó discutir la figura de autor y el lenguaje como algo compartido y colectivo (un ejercicio estimulante para hacer crossfit intelectual, aunque, para el que haya atravesado la experiencia de escribir un libro, el argumento se disuelve); se exigió garantizar el derecho a la lectura y el acceso a la cultura (como si fuera responsabilidad de los escritores garantizar ese derecho) y hasta se buscó correr el eje del debate en función de las editoriales (o grupos editoriales) que habían publicado esos libros (como si un escritor fuera responsable de las prácticas que ejerce el grupo editorial en el que publica). 

Con todo esto en marcha se generaron acusaciones cruzadas, ridiculización hacia los que se pronunciaron sobre el intercambio (de esto participaron, también, otros escritores y editores) y hasta descalificaciones e insultos por querer elegir de qué manera circulaba el resultado de su trabajo. Si bien está claro que la intangibilidad de lo que se mueve en las redes y el uso, lectura y circulación de otros soportes en remplazo del libro impreso no son temas nuevos, llama la atención el nivel de agresividad que se desató. Incluso entre pares. Hasta se llegó a juzgar la decisión de publicar en ciertos grupos editoriales, decisión que entra más en el terreno personal y está relacionada con las etapas por las que puede transitar un escritor. Hay una percepción, creo que equivocada, de equiparar a la autogestión con lo virtuoso, con lo ético, cuando, en los hechos, está más vinculada a deseos de generar proyectos en los que se pueda tener un mayor control creativo (esto se suma, desde ya, a la coyuntura económica y a la capacidad económica de los editores de cada proyecto). Algunos de los escritores a los que atacaron hicieron, también, sus experiencias en proyectos más artesanales, pero por mucho de lo que se dijo pareciera que al publicar en sellos grandes se convirtieron en el enemigo. Lo cierto es que hay momentos para todo. Ninguna búsqueda anula a la otra. De hecho, cuando estos debates se aplacan, es probable que todos, desde las grandes editoriales hasta los proyectos más rústicos, impriman su material con tintas importadas de China.

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