¿De qué están hechos lxs curadorxs?
por Catalina Aldama
dibujo por Lino Divas
Es una sincronía, pero no una casualidad que en menos de un año hayan visto la luz los dos libros que vengo a reseñar. Por un lado, una compilación de los escritos de la artista, crítica y curadora avant la lettre, Germaine Derbecq, particularmente activa en la escena artística de Buenos Aires de la década del 50 y comienzos del 60, prologado por Florencia Qualina y epilogado por Federico Baeza. Por el otro, la investigación exhaustiva llevada adelante por Jimena Ferreiro sobre los modelos y las prácticas curatoriales desplegadas en el escenario porteño a lo largo de los 90. El libro reconstruye la labor de los dos curadores que sentaron los marcos de referencia para la actividad en los albores de un período de expansión de la curaduría en el campo local: Jorge Gumier Maier y Marcelo Pacheco.
Ambas apariciones editoriales dan cuenta de una búsqueda por parte de quienes desarrollan esta tarea en la actualidad –Ferreiro, Qualina y Baeza, en este caso- de reflexionar acerca de su práctica, conocer los actores que les precedieron y contribuir a conformar relatos que aporten a la tarea de historización de la curaduría local. Esto se da en un contexto en el que ya lleva décadas el reconocimiento de la figura del curador como un agente diferenciado del campo del arte y en el que, con distintos alcances, ha ido avanzando la profesionalización de la función en sus formatos más habituales -como trabajador independiente y como trabajador institucional- lo que, en el ámbito nacional, no excluye ciertas cuotas de precarización, inestabilidad e improvisación. Acompañando el despliegue profesional, se encuentra el afianzamiento de distintos programas de estudios curatoriales a lo largo de los últimos 20 años, desde carreras de grado y maestrías, hasta programas de especialización, cursos, talleres y residencias que, además de una formación para el ejercicio de la actividad, colabora en la producción de pensamiento acerca de la práctica.
La historia de la curaduría se inscribe en la historia de las exposiciones. El surgimiento del “curador como creador”, en palabras de Althusser, presupone el avance de la “exhibición” como uno de los principales momentos sociales del arte –donde sale del ámbito privado del taller, la colección particular o el depósito institucional y va al contacto con el público- y un ámbito de construcción de sentido con determinaciones propias. Como un desprendimiento de funciones preexistentes -la de director de museo o centro de arte, la de crítico, la de galerista, o incluso la de artista autogestivo, como el caso local de Gumier Maier- nace el curador, un agente híbrido, flexible, que orquesta los fragmentos de esas funciones anteriores: miran, conciben, seleccionan, montan, producen, escriben, editan, reúnen fondos, median entre distintos actores e intereses. Si en los años 60 se ubica el auge internacional de esta figura, es entre fines de los 80 y a lo largo de la década del 90 que se consolida en Argentina.
Los escritos de Germaine Derbecq reunidos en Lo que es revelación -publicado en febrero de 2020 por la editorial Iván Rosado- combina reseñas aparecidas en el periódico Le Quotidien a lo largo de la década del 50, con lo que llamaríamos textos curatoriales, que pertenecen a su etapa al frente de la Galería Lirolay entre 1960 y 1963. Derbecq creció en París, estudió en el taller de André Lhote (además de sus años de Academia formal), trabó amistad con Le Corbusier y Juan Gris, entre otros, atravesó la Segunda Guerra Mundial en distintos países de Europa y en 1951, desembarcó en Buenos Aires junto a su marido, el artista argentino Pablo Curatella Manes.
Como anuncia Qualina en el prólogo, Derbecq nació bajo el signo de lo nuevo y a ello consagró su trabajo. En una época en la que el papel del crítico era aún predominante, logró traspasar ese rol a fuerza de su interés por la novedad, la vanguardia, y la generación de artistas jóvenes, que a comienzos de los 60 encarnaban promesas renovadoras para el lenguaje artístico y el circuito del arte de Buenos Aires. Desde sus columnas profesaba defensas hacia el arte abstracto, alentaba la aparición de noveles coleccionistas, a quienes recomendaba no tener miedo de nuevas expresiones, y arengaba a los artistas a que adoptaran perspectivas disruptivas. Ante la consigna de ¡arte para el pueblo!, reclamaba eventos artísticos de la envergadura que habían alcanzado los eventos deportivos, adelantándose a la espectacularización del arte. Se quejaba de los academicismos, de las instituciones artísticas vetustas, incluso fue crítica con Norah Borges, a quien se refirió como una Bella Durmiente y en cuya obra veía un tiempo detenido.
Desde el rol proto-curatorial que asumió en la Galería Lirolay propició el espacio de exhibición para el informalismo de Alberto Greco, Kenneth Kemble, Luis Wells, luego del suceso que fue la exposición de arte destructivo. También exhibieron algunos de los pintores que se consolidaron en la “nueva figuración”, como Jorge de la Vega, Rómulo Macció, entre otros, así como también otros artistas que llegarían a un mayor reconocimiento a fines de los 60, como Nicolás García Uriburu y Rogelio Polesello. En 1962, incluso, logró organizar en la Galería Creuze de París la exposición Pablo Manes y 30 artistas argentinos de la nueva generación. Anticipándose a su papel y quizás como expresión de deseo, en un texto de 1953 recordaba a la marchande de arte francesa Berthe Weill, que tuvo la agudeza de apoyar el trabajo de los artistas cubistas, fauvistas, dadaistas antes de que se volvieran un suceso. “Aquello parece muy fácil hoy en día, pero en su época fue una visionaria. Tenía un local, pero no era vendedora. Le gustaban esas nuevas pinturas…”.
Si la preocupación de Derbecq y de su época era la vanguardia y el ingreso de nuevas expresiones en la escena porteña, en los 90 se ponen en juego otros problemas al interior del campo. Quizás uno de los más discutidos haya sido el de la profesionalización del curador y del artista que, en definitiva, encierra el dilema acerca de cómo incorporarse al circuito global del arte, al mercado, a las nuevas instancias de exhibición, los mega-eventos y los espacios de formación. El estudio que realiza Ferreiro sobre la década y la construcción de estos andamiajes curatoriales a través de la figura de dos de sus mayores exponentes –Gumier Maier y Pacheco- arroja ciertas pistas para comprender la posición local ante las tendencias mundiales y las particularidades de la producción y circulación del arte de los 90, que sigue siendo un foco de interés para todos los que forman parte, en menor o mayor medida, de este mundillo local.
Los protagonistas de Modelos y prácticas curatoriales en los 90 son complejos y enigmáticos pero, a la vez, admiten generalizaciones útiles para analizar dos perfiles de curadores, al menos en apariencia, contrapuestos. En un rincón, Gumier Maier. El mítico curador del Centro Cultural Rojas, el curador/artista, el que no buscó esconder la precariedad del espacio (un pasillo) y el presupuesto disponible y, en cambio, utilizó esa marginalidad a su favor. El que estaba en contacto directo con los artistas, sus obras, los talleres y las inauguraciones, el que optó por una “curaduría doméstica” en antagonismo a los modelos globalizados de vinculación entre artista e institución y entre obra y público. En el otro rincón, Pacheco. El curador/historiador de arte, un perfil más académico y menos intuitivo, que prefería vincularse con las obras a través de catálogos, y cuyos proyectos curatoriales se desplegaron mayormente en el marco de dos de las instituciones artísticas de más renombre de Buenos Aires y del país, el MNBA y el MALBA.
El estudio de Jimena Ferreiro problematiza estos perfiles, les agrega aristas, marchas y contramarchas. En el caso de Gumier Maier, por ejemplo, se observan ciertos matices a la postura anti-profesionalización que mantuvo acerca de la práctica artística y de su propia tarea como curador. A pesar del culto a la marginalidad y un discurso de resistance, el espacio de exhibición del Rojas y la circulación de artistas emergentes que promovió, aportó un marco institucional suficiente para permitir a quienes transitaron por su sala incorporarse al circuito del arte vernáculo: desde la participación de estos artistas en otros espacios de exposición, ámbitos de intercambio y formación, hasta el establecimiento de un vínculo comercial con la Galería Ruth Benzacar, en algunos casos. Tal como recoge Ferreiro, al ser preguntado por el escenario contrafáctico -¿qué hubiera pasado con sus producciones sin la acción de Gumier?- Sebastián Gordín no dudó en afirmar “Nuestro destino hubiera sido la Plaza Francia”.
De la misma manera, el vínculo de Gumier y de varios artistas del Rojas con Carlos Basualdo y un proyecto en común en 1994 que tenía cierta perspectiva internacional, a la vez que la edición bilingüe del catálogo que acompañó El tao del arte, la exposición con la que Gumier se despidió del Rojas en 1997, da cuenta de ciertos gestos que agrietan –aunque apenas- la visión de Gumier Maier como un intermediario con una proyección limitada a lo doméstico. Asimismo, la periodización de las distintas etapas del Rojas y la recuperación de la figura de Magdalena Jitrik como curadora junto a Gumier Maier en los años fundacionales de la galería (entre 1989 y 1992), es un importante aporte del libro para seguir concibiendo abordajes posibles al estudio sobre el espacio y su devenir.
En el caso de Pacheco, podríamos decir que su rol de mayor peso y notoriedad (aunque lo transitó con un especial perfil bajo) transcurrió a partir del 2002, cuando asumió el puesto de Curador en Jefe del MALBA. Ahora bien, tal como propone Ferreiro, muchos de los proyectos que asumió durante los 10 años en el museo tuvieron su raíz en la década anterior. Algunos tienen que ver con la propia formación, trayectoria y red de contactos que fue desplegando a lo largo de los 90. Lejos estuvieron del perfil under de Gumier: sus tareas curatoriales en el MNBA, su trabajo con importantes colecciones privadas de Argentina que comprendieron desde la catalogación hasta el asesoramiento para su formación, la concreción de un centro de documentación de las artes visuales de la categoría que alcanzó la Fundación Espigas, su inserción en una red de investigadores y profesionales de museos de Latinoamérica que luego aceitaron sus relaciones con muchas instituciones de la región, entre otras.
En el MALBA, además de los frutos que daría todo este bagaje de experiencias y conocimientos reunidos durante la década, los 90 y la producción artística argentina más contemporánea aparecería como objeto de su programa de adquisiciones para la colección permanente y de su programación de exposiciones temporales. En efecto, Pacheco logró consolidar un conjunto de “arte argentino de los 90” y adquirir obras de artistas más actuales, armar muestras dedicadas a exhibir las piezas más contemporáneas de la colección con exhibiciones sobre el período o bien en las varias ediciones de Adquisiciones, donaciones y comodatos. Asimismo, Ferreiro destaca que, a pesar de cierta predilección por un abordaje de archivo y muestras de investigación, Pacheco también fue el principal impulsor del ciclo Contemporáneo, que durante los primeros años aportó un espacio de exhibición para nuevos proyectos colectivos de artistas argentinos, organizados por curadores locales invitados.
La autora propone que una síntesis posible entre ambos modelos curatoriales, pero también respecto a la categoría en disputa del “arte de la década”, está en el libro Artistas argentinos de los 90. La selección de obras fue un trabajo conjunto de Jorge Gumier Maier y Marcelo Pacheco. Sus itinerarios críticos confluyeron en ese libro –a fuerza de negociaciones, noches largas y tazas de café-, logrando consolidar un conjunto más amplio que el del Rojas con el que, como dice Ferreiro, clausuraron la década.
Un gran acierto de Ferreiro es haber incluido las entrevistas que realizó a algunos de los actores que transitaron la escena. Quizás las más valiosas sean las de los propios Gumier Maier y Pacheco, ya que también los une el apartamiento del campo y cierta reclusión anticipada. Esto ha dejado ciertas lagunas y silencios que pueden colaborar a disiparse a partir de su palabra. En este sentido, la publicación de este material más crudo une fuerzas con el libro deDerbecq, al poner a disposición las voces de los que vivieron épocas y espacios míticos para la historia del arte local.
Recorrer a través de los dos libros la labor de estos tres personajes pone en dimensión la tarea de lxs curadorxs. ¿De qué están hechos estos hombres y mujeres? ¿Qué es lo que se necesita? Una mirada aguda para avistar de antemano lo que viene llegando, una voluntad férrea para concretar la visión en el presente, y una mente resistente para poder sacudir el avispero, y dejarlo zumbando y zumbando…
Lo que es revelación (2020), de Germain Derbecq, publicado por la editorial Iván Rosado. Prólogo de Florencia Qualina y Epílogo de Federico Baeza. Modelos y prácticas curatoriales en los 90 (2019), de Jimena Ferreiro, de la editorial Libraria.