La pincelada amorosa
por Leopoldo Estol
Me da particular alegría expresar la importancia de Ariel Cusnir en mi vida porque si bien a veces me hace enojar (trabajo junto a él), su forma de pensar y hacer las cosas ha iluminado mi camino en numerosas oportunidades.
Son muchas pero si tuviese que elegir una influencia pregnante diría que fue su exposición Los Indios realizada en el año 2011 en la Galería Zavaleta Lab. Su capacidad de imaginar las disyuntivas de una cultura extinta a la par del desarrollo austero y luminoso de la acuarela, una técnica muchas veces menospreciada que en manos de Cusnir resplandecía como una búsqueda paciente y meditada. Una tecnología sencilla, noble con la cual plasmar lo huidizo y sensual que pueden ser los sueños.
De esa serie de pinturas es el indio de corte taza y modernos accesorios que cruzaba a caballo un río llevando junto a él, un señor pelado con toda la pinta de ser prisionero. Pero no un cautivo angustiado sino un preso que sabe que viaja hacia un mundo original y que, por ende, tiene miedo pero también curiosidad de saber cómo será ese otro mundo.
Tal vez la obra de Cusnir se pueda definir de esa forma: somos viajeros hacia mundos que nos ilusionan y al mismo tiempo no sabemos, no tenemos del todo claro hacia donde estamos yendo pero aún así, vamos. De primera mano y como afirmé previamente, comparto labores diarias en pos del pan y he visto a Cusnir pasar del caos del mundo cotidiano a la fina concentración de energías que exige la docencia. En una oportunidad guió a la clase hacia una autopista nocturna, sin autos por la que caminamos estirando nuestros pasos, atentos a los poderosos vientos del Sur. Por supuesto, se trataba de una meditación (estabamos todxs con los ojos cerrados) pero la aventura no terminó ahí. Luego vino un puente y una casa abandonada que exploramos cuarto por cuarto.
En otra oportunidad terminé asistiéndolo en una pintura en plena trasnoche, se trataba de un cuadro de la serie Los ladrones donde unos seres parsimoniosos con medias red en sus cabezas entran a una casa a robar obras de arte. Como yo no sé pintar al óleo nunca consideré esta ayuda algo demasiado favorable pero Ariel se empecina en recordar estas miscelaneas.
Alguna vez vi la obra Campaña del Ejercito Grande que por estos días se expone en la galería Pasto con la atenta curaduría de Bárbara Golubicki. Cuando vi esta pintura por primera vez estaba en proceso y aún así Cusnir había decidido mostrarla en el casi extinto Museo Parlamentario. La obra muestra a Sarmiento siendo parte del ejercito de Urquiza. Vaya a saber porqué me obsesioné con esta obra. Me imaginé comprándola. ¿Con qué dinero? Luego fantasié con el hecho de que la pintura quedara en alguna colección cercana de forma tal de poder verla regularmente. La pintura muestra una arista remota de la historia nacional. Centenares de soldados vestidos de rojo marchan a través de un lodazal apenas detrás Sarmiento viaja parado en el compartimento de una carreta y nos mira solemne como sabiendo su futuro lugar en la Historia. Pero su imagen no es la de Billiken ni tampoco la de los billetes, en la pintura Sarmiento tiene nuestra edad (la de Ariel, la mía, treinti-tantos años) y una imprenta lo sigue de cerca, en otra carreta.
Los Rojos, la muestra que cobija esta historia tiene muchas otras obras atrapantes pero será esta condición de incertidumbre alrededor del procer la que me hace desenfundar la birome y escribir. Mas allá del corte que queramos hacer con Domingo Faustino: si fue un apasionado agitador de la escuela como institución de intercambios, si forjo un imaginario en el que aún estamos un poco atrapados o si fue apenas un mercenario con ideas románticas. ¿Qué demonios? Cusnir, como otrora lo hiciera María Luque con la Guerra de la Triple Alianza, nos ayuda a redescubrir el pasado con una pincelada amorosa y así salvar las contradicciones. Por supuesto, la tensión se disipa por un rato pero no se resuelve y el viaje continua.