Los Nombres

Por Andrés Gorzycki

Dibujo por Marcelo Pombo

Esta aventura de Nombres inicia una década de un tiempo ya pasado continuando hasta el presente en las vastas llanuras de la pampa Argentina, donde el horizonte se extiende sin fin y las inclemencias de la inmensidad dictan la cotidianidad. 

Cuenta la historia que por allí deambula hace años un hombre de aspecto desaliñado y mirada melancólica como un fantasma del pasado. Había perdido su nombre hace mucho tiempo pero sus huellas en el Barro dejan un rastro peculiar. Su figura solitaria cabalga a través del Pasto y las Piedras, luchando contra los elementos y las oscuras tormentas que acechan en el horizonte, donde las noches son un desafío constante y el viento gélido susurra historias sombrías en su oído al pasar.

Un día, tras cruzar campos ardientes y pastizales inexplorados, nuestro vagabundo llega a los límites de un nuevo territorio. Él había oído hablar de Buenos Aires en alguna conversación casi olvidada en la estancia de doña Benzacar, pero nunca había podido visitar la ciudad. Ahora, luego de un largo recorrido, la metrópolis se yergue ante él e intrigado por el misterio que se avecina, decide adentrarse en ese misterioso lugar. La vista es maravillosa, al principio ranchos de paja y madera, cada uno decorado con imágenes paganas, que sostienen una espiritualidad telúrica surgida de las entrañas de esa pampa hostil. Luego los caminos más finos, donde la escucha es dominada por el claqueteo amable de las herraduras de los caballos que chocan contra el empedrado, llenando su corazón de una ansiedad desconocida para él, acostumbrado ya al viento silencioso del campo natal. A esos sonidos urbanos se le suman las voces, los cotilleos, murmullos y gritos que conviven en el aire, cada frecuencia encontrando los oídos de quienes las necesitan escuchar. Las pulsantes arterias de esta metrópolis, conocida por su alma vibrante y sus contrastes marcados, albergan una serie de lugares legendarios, cada uno con un nombre particular. 

Al seguir su deambular por estas calles recónditas, los oídos de nuestro vagabundo se sienten atraídos inmediatamente por un tumulto bullicioso pero sutil, que lo atrae como un perfume delicioso y embriagante. Dejándose llevar por ese impulso irrefrenable se encuentra con las puertas de la Pulpería Mutuálica. Ya conocía pequeñas pulperías en pueblos olvidados, a lo largo de su camino anterior, pero esta era distinta, extraña, surreal. Entra tímidamente, pide una copa de vino tinto en mamadera y se sienta en un rincón oscuro a observar la novedad. La música llena el aire, transportándolo a un tiempo olvidado, cuando las historias se compartían junto al fuego. 

Es allí que se encuentra con un grupo de almas afines y la sed de compañía que lo atormentaba durante su largo viaje se empieza a desvanecer. Como en un trance sostiene charlas interminables sobre el deseo, presencia colores brillantes moviéndose por doquier y siente aromas nunca antes experimentados. El tiempo se deforma con cada palabra dicha y al mirarse al espejo ve cómo su cabello ha cambiado de forma y color sin darse cuenta, y ahora un anillo decora como por arte de magia su mano, adaptándolo a su nueva extraña realidad. Pero en medio de toda esta transformación conoce a la Amistad, cuyo encuentro resalta entre tanta información. Ella lo envuelve en un manto protector y lo hace sentir cuidado en su frágil corporalidad. 

Al pasar las horas percibe que el sol ya no acompaña la escena y la oscuridad finalmente empieza a reinar. La luz de las velas domina el ambiente y las sombras bailan caprichosas, a veces separándose de su fuente original. Durante ese frenesí, sofocado por el sueño y la presión, sale a las calles débilmente iluminadas de la ciudad de Buenos Aires en busca de un cuerpo para amar. Entre tragos y alborotos termina en el Puticlú, y entrando por la escalera, algo del bajar activa el conjuro hasta llegar a ese subsuelo infernal. Allí un tótem de aquella extraña figura de poder da la bienvenida a sus visitantes y los deseos más oscuros y ocultos cobran vida, un refugio para las almas perdidas en una ciudad que súbitamente parece indiferente. En medio de la música seductora y las luces titilantes, el vagabundo se sume en un desenfreno, entregado a la pérdida de control. Su atención dispersa capta una mancha de Grasa en el suelo, que funciona como augurio donde leer su destino próximo y lleno de substancias su cuerpo siente el desborde. 

Con el transcurrir de la noche y los desbarajustes elegidos, el mareo se le impone como autoridad, dando protagonismo a las náuseas en su rango cada vez más reducido de atención. Este malestar lo obliga a salir disparado del lugar, trepar las escaleras y encontrarse con La Baranda que rodea el balcón. Ella había presenciado incontables noches de desenfreno y como un guardián silencioso, testigo mudo de los secretos de la noche, lo sostiene al vagabundo en su lucha por mantenerse en pie, un punto de apoyo en medio del abismo que amenazaba con devorarlo por completo. 

Allí, vencido por el mareo y como ofrenda a la ciudad, el vagabundo entrega fielmente su Vómito, que corre libre por las cunetas precarias, dejando salir todos los excesos que guardaba hacía mucho tiempo en el interior de su cuerpo. Esa entrega sin registro deja espacio libre para nuevos recorridos y trae la promesa de un sentirse mejor. Pero su corazón se agita descontroladamente cuando, con la visión todavía borrosa, cree ver un vampiro acercarse lentamente con un sombrero, congelando su sangre ante el inminente ataque y poniendo en evidencia el temor de su propia mortalidad. Pero allí, en el medio de esa escena delirante y humillante, es la Amistad quien lo vuelve a encontrar y compadeciéndose de esa situación le brinda el calor de una mano en el hombro que trae al vagabundo de nuevo a la realidad, untándolo de fuerzas para continuar. A pesar de seguir con la mente abarrotada de imágenes pesadas, el cuerpo agitado y las piernas temblorosas, él se pone en pie, decidido a avanzar. Viendo esta fuerte voluntad, ella lo invita al taller de unos amigos para que descanse aunque sea por unas horas en paz. 

Sin embargo, al despertar él nota con desesperación su cambio de situación. La resaca de la noche anterior se cierne sobre él como una pesadumbre gótica, y en ese malestar, se percata de que su alma se encontraba ahora envuelta en Las Deudas que había adquirido para dar vida a esa noche singular. Estos compromisos pendientes parecen sombras al acecho en los bordes de su memoria, aunque pese a eso milagrosamente la luz de su consciencia se enciende para hacerle ver otro lado de esa misma moneda circular. 

Es así que mientras medita sobre las deudas, comprende que no solo son un recordatorio de excesos y lujurias, sino también una manifestación de su compromiso con otros seres. Es un recordatorio de que la vida se teje a partir de vínculos, relaciones y conexiones humanas. Su inteligencia vincular se activa por un momento y en lugar de juzgarlas negativamente, se pregunta: ¿Con quiénes deseo mantener estas deudas? Cada una de ellas representa un vínculo con alguien más, y afortunadamente, sus deudas son de amistad. A pesar de que pueden parecer abrumadoras, simbolizan la promesa de mantener su palabra y honrar los lazos que había forjado en el transcurso de su travesía por la ciudad. Entreverado en esos pensamientos contradictorios, él comprende entonces que su viaje no había terminado. Dejándose llevar, la curiosidad lo guía hacia afuera y el cielo se pone gris.

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