La música es mi casa

por Flor Cugat 

dibujo por Ana Wandzik

Los días de pandemia funcionan como un loop, tildados en el signo del repeat, ese que son dos flechas en semicírculo que invocan un infinito. Lo primero que hago en el día y lo último, es escuchar música. Si no tuviera esto, creo que no tendría casi nada. Spotify, es sin duda mi plataforma favorita, o de la que más dependo emocionalmente. ¿Qué es la música para mi?: la música es mi casa. Como el nombre de esa muestra en el Malba en la que Gastón Pérsico instaló luces en forma de círculo que recorrían como un pulso cada pared de la sala, junto a unos bastidores cubiertos de esa tela negra con la que están forrados los parlantes. La simulación de una discoteca surreal, en el casi silencio. Solamente unas voces femeninas recitaban las letras de los temas más clásicos del house de los 80 y los 90, como si fueran  poesía. Frases breves que se utilizan para seguir el ritmo en la pista. Canciones sustraídas por completo de ese colchón sonoro. El sonido, lo que hace mover los cuerpos. Esa muestra brillaba por esa ausencia, la que no estaba era la música. Pero esos elementos y esa luz tan baja me hacían sentir en una especie de sueño, en un trance loco. A la salida adquirí el libro de la exposición con todas las letras de los temas traducidos. Un objeto que cada tanto abro al azar y leo: “Espero ver el día en que toda mi gente pueda estar junta” (página 47).

Spotify se nos presenta como una posibilidad. Está todo, o casi todo. Es una forma de escuchar música que implica una experiencia diferente. Por un lado, la calidad de sonido supera a Youtube. Y por el otro, la facilidad con la que se puede acceder a las discografías completas implica un consumo ágil e inmediato. Es, en algún punto, una suerte de réplica a lo que fue en los inicios del 2000 lastfm, aunque esta plataforma de música era más de culto, y no era tan empaquetada, sino que era más aleatoria y expansiva. Spotify hace funcionar a full su algoritmo y se presenta como un amigo, te hace listas que se llaman daily mix y un “porque escuchaste esto te va a gustar esto”. Una inteligencia artificial que te recuerda los discos en los que estuviste hace unos días y a los que te sugiere volver. Con la opción de “a los fanáticos también les gusta” y así ir derivando a otras bandas, con no sabemos qué criterio, o si, uno homogeneizante que impone el consenso social. Y otra cosa que me preocupa aún más, es que Spotify es una red social, en la que hay seguidores y seguidos. Los perfiles se equiparan  entre oyentes/usuarios y músicos, con sus playlist públicas. Y una barra lateral en la que podés ver qué están escuchando tus amigos o no tan amigos en directo. En la app de escritorio hay una función puramente stalker. 

Está claro que todo este resto, que no es escuchar música, me parece un espanto absoluto. Lo cierto es que no descubrí casi nada únicamente por Spotify. Desconfío en general de este algoritmo, sobre todo porque impone el pulso del mercado, y tiende a configurar y a exponer de un modo muy extraño los diversos circuitos de los consumos musicales. Porque como decía Rob en Alta fidelidad, la película icónica basada en el libro de Nick Hornby  “Lo que importa es lo que te gusta, no lo que te gustaría ser”.  La música que te gusta en determinado momento de tu vida tiene que ver con lo que pensabas, una idea del mundo, el rastro de una época. Los primeros discos que escuché fueron por herencia generacional. El amor después del amor de Fito Paez, es el primer CD que me compré, que gaste y rayé hasta el cansancio. No puedo olvidar el equipo de música Philips del living de la casa de mis padres. Una bandeja ostentosa para cinco CDS que flotaban, giraban y me hacían sentir en el espacio. Uno de Queen, de mi madre,  Mediterráneo de Serrat, Vida de Sui Generis, causas y azares  de Silvio Rodriguez, y el de Fito, configuraron la banda sonora de mi infancia. Hace poco un amigo me comentaba que sus estudiantes adolescentes escuchaban Sui Generis, algo que creí que no sucedía más. Pero que en sí, me puso contenta. Porque a mi parecer, es quizás la banda más rebelde de Charly Garcia y mantiene una esencia adolescente, de extrañamiento al mundo adulto y al sistema, que me parece hermoso. A su vez, resulta ser la historia musical de la juventud más golpeada de nuestro país. En todas esas canciones existía el cuerpo,  el tiempo, lo compartido. 

Ya en mi adolescencia grababa CDs y tenía conmigo un block de plásticos de colores, unido por un gancho de carpeta. Joyas inconseguibles, bajadas con mucho esfuerzo de internet, que compartía con mis amigos y con los nuevos amigos que me iba haciendo. Es cuando entendí que la sensibilidad se construye con el otro. Que la música que compartís empieza a formar parte de algo, como de una atmósfera especial que nos acompaña, nos hace vivir y sentir de un modo específico. 

Cuando salió el disco de The Strokes, en los inicios de esta cuarentena, Spotify te lo ofrecía como la novedad que no había que dejar de escuchar. ¿Por qué? Porque sí. Por suerte, varias páginas a las que sigo pudieron resolver que era “Música para ascensor”. Dentro del orden de lo absolutamente comercial. Y no es que esté en contra de lo comercial, si no que estoy en contra de las fórmulas repetidas por exigencias de los sellos discográficos. Y desde ese suceso, veía cómo toda mi columna de seguidos escucharon ese disco durante toda esa semana. ¿Y qué pasó después? Nada, no se dijo más. The Strokes va a continuar su vida artística como hasta el momento: siendo una banda de festivales. La recordaremos por lo bueno “Is this it” un disco fabuloso de principio a fin. 

Como dicen en uno de sus temas Los Hidrogenesse “hay que tener criterio, hay que ser serio, comprar es un arte”. Algo bastante Warholiano. Bueno, Warhol vino a ser la piedra basal, un artista fundacional en muchos sentidos. Fue la puerta de entrada al inicio de mi amor incondicional por el Low fi, con The Velvet Underground and Nico, banda a la que no solo le hizo el arte de tapa, si no que se destacó como productor. Ese disco fue iniciático, aportó letras simples y breves, imágenes que se configuraban como escenas cinematográficas. Pequeños detalles en los que se visualizaba lo que sucedía en la fábrica y en los circuitos alternativos del arte. Letras acompañadas por un minimalismo delicado y suave, se mezclaban con el vaporoso óxido sonoro. La apertura a los lados B, metáforas de un mundo que no todos veían y temáticas de las que nadie hablaba. Proponiendo otra idea del rock (en el casi  nacimiento del rock) cuyas canciones prepararon el terreno hacia la libertad compositiva más genuina y experimental. VU fue reconocida mucho después con el nacimiento del DIY, el punk y  el rock alternativo de los años 80 y 90s. Sin la Velvet, no existirían Pixies, Sonic Youth, ni toda la escena independiente local, como Suarez, los discos solistas de Rosario Bléfari o el sello discográfico Laptra de La Plata. En esas canciones se puede coincidir con experiencias, o miradas del mundo, construyendo así distintas sensibilidades. Una idea de la música más expansiva, en la que todos los elementos que la componen están puestos por igual, bajo el mismo nivel, los instrumentos junto a la voz. Teniendo tanta importancia la composición musical como la evocación de las letras. En este sentido, van más allá de las fórmulas impuestas por las lógicas super productivas. Justamente, los sellos discográficos más independientes dan cuenta sobre todo, de curadurías propias y de razonados tiempos de producción de obra. Como es sabido, los grandes sellos configuran una idea del consumo musical más mercantilista, que está sujeto a propuestas más audibles y a creaciones más rápidas impuestas por contratos. Mientras que los cambios estilísticos tienen su razón de ser, en las conquistas necesarias de los diversos públicos, de los distintos países y mercados. Canciones destinadas a conquistar las FM.  Rosalía es el ejemplo de esto,  el mal querer resultas ser un disco insuperable. Bueno, su último disco, porque desde que ingresó al mercado produce singles con feats.  De un lado más cercano, Babasónicos repite su fórmula ganadora, olvidando su costado más hardcore, produciendo bajo las exigencias y necesidades del sello discográfico Sony al que pertenece. 

De la música me interesa: no el consumo ilimitado, sino el circuito artístico en el que surge. Todo ese espacio que no está dicho, tiene su razón de ser y a su vez abre mapas de referencias que van más allá de los géneros y de los consumos musicales como los que codifica Spotify. Incluso van más allá de la música.

Este año nos encuentra más destinados y más atentos, con su aparente beta ilimitada. (ese terreno homogéneo que es internet y que en cierto punto resuena como una falsa democracia). Un momento en el que el tiempo es vivenciado de forma diferente y  la música se organiza en nuestra casa como una suerte de desconexión y compañía. Formando parte esencial, la escuchamos sueltos y bailando en living, cuando limpiamos o frente a la computadora, sentados mientras hacemos otras cosas o trabajamos. 

Spotify no me recomendó ninguno de los discos que salieron este año y que forman parte de mi soundtrack personal. Ricky Music de Porches y Mixing colours de Brian Eno y Roger Eno (entre otros). Discos, a mi parecer, insuperables para un año insuperable, inimaginable, catastrófico. ¿Cuáles son los tuyos?

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