La afrenta cuantitativa
Dibujo por Lino Divas
Alimentar, limpiar, construir, reparar. Tareas constitutivas de la humanidad, sus acciones fueron relegadas a una opacidad que las vuelve inasibles, difusas, invisibles a los ojos de una ciudadanía anclada en los epicentros urbanos. Si las formas del mercado hegemónico delimitan un paraíso terrenal contemporáneo, aquellas tareas fueron expulsadas del Edén tras incurrir en un pecado originario: la preservación de los lazos domésticos. Sus formas no participan de aquellos cánones y tanto sus acciones, como sus relaciones y sus productos son, desde entonces, informales.
Antes del advenimiento del primer liberalismo en Hispanoamérica (ocurrido entre fines del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX), para que los intercambios materiales resultaran legítimos era necesario representarlos en base a un conjunto de reglas propias del ideal doméstico. Dichas normas surgían de un imaginario conformado por la caridad interna a la familia, la reverencia debida al pater familias, o la correspondencia entre los miembros de la casa. Así, para que las transacciones fuesen legítimas y sus obligaciones resultasen vinculantes, debían representarse adecuando sus formas a aquellas reglas ideales de la casa. Para ser legítima, la economía preliberal tomaba su lenguaje de la órbita doméstica.1
Consolidado en Hispanoamérica durante el primer cuarto del siglo XIX, el liberalismo deslindó a la economía de la casa: desde entonces, lo económico y lo doméstico pasaron a constituir significantes para dimensiones socialmente diferenciadas. Para legitimarse, la economía dejó de referir a las pautas de un idealizado orden doméstico y comenzó a apelar a otras pautas: las de un mercado idealizado. Presentadas como leyes inexorables por naturales, las leyes del mercado se presumieron indisponibles al humano, cuya intromisión sólo podría contaminarlas al intervenirlas. La casa pasó a conformar entonces una instancia social ajena y diferente a la economía: la administración de la casa quedaría en manos de la mujer, recluida en el ordenamiento doméstico como ecónoma, mientras que el varón pasaría a ocuparse de la economía, con legitimidad para salir de la casa.2 La persistencia de rastros domésticos en el mercado es, por lo tanto, una aberración en el paradigma liberal: es un motivo a la vez que un síntoma de la expulsión hacia los márgenes del mercado, en cuyo epicentro anónimo e impersonal no hay lugar para formas que se correspondan con la casa.
En 287.5 Kilos, Lucía Reissig rescata esos rastros y los repone visualmente. Los detecta, desde luego, en los márgenes del mercado, allí donde la lógica mercantil sigue impregnada de las reglas domésticas y los vínculos de la casa: en los tamales ofrecidos por los tianguis periféricos, en los embutidos colgantes de ferias que desbordan los perímetros urbanos, se advierten trazas de la informalidad doméstica, de las manos con nombres propios y de tradiciones que subsisten a expensas de la rentabilidad.
Reissig recupera las formas de la informalidad económica. Al hacerlo, revierte simbólicamente algunos de los elementos distintivos de una economía informal: su ausencia en los registros fiscales computados por la autoridad pública, su resultante desaparición de los sistemas previsionales o de seguridad social, su invisibilización como sujeto de crédito en los sistemas financieros formales. Es que Lucía Reissig registra las formas de esa economía y visibiliza sus texturas. Enfatiza la iridiscencia de las relaciones -domésticas tanto como económicas, pero siempre interpersonales- que se materializan en cada uno de los huevo-papa-piedra de resina, posados sobre maples que procuran un orden cuantificable. Ocurre que también en esta economía hay cálculo y racionalidad, aunque los rastros domésticos atraviesen su aritmética y la vuelvan menos decodificable para la ciudadanía urbana occidental.
Mientras aquel primitivo liberalismo se consolidaba, una Revolución Industrial tomaba forma. Con ella se consolidaba la estandarización de los productos, y la homogeneidad hoplítica de la masa mercantil permitió identificar una falla en cada pieza que se corriera de la norma, expresando una irregularidad.
La obra de Reissig permite observar la persistente impronta humana en los márgenes de la economía industrial. La irregularidad de la manufactura artesanal se inserta en un mundo que ya no le corresponde plenamente y del que se ha visto parcialmente excluido. La singularidad de cada unidad, o la heterogeneidad del conjunto, no se presentan como síntoma de una falla sino como su aspecto constitutivo. No hay «imperfección» posible: la obra se encuentra plenamente realizada, precisamente, cuando la mano humana no ha quedado invisibilizada. Nuevamente, el énfasis de Reissig toma forma en la representación procedimental: manufacturar artesanalmente al producto industrialmente prefigurado. Una serie de contenedores, que debía responder a la homogeneidad del moldeo por inyección de plásticos, es invocada mediante su producción artesanal con cemento de papel, procedimiento que deja entrever orificios, relieves, surcos y otras irregularidades que la máquina habría decomisado. Junto a los contenedores manufacturados se hacen lugar los productos industriales que huyeron del epicentro urbano para llevar su factura maquinizada al margen, como el hule estampado o redes de nylon. Materiales plebeyos, genuinos por subalternos antes que por nobles. Crepita en la obra de Reissig una aversión al estándar fabril.
La arquitectura efímera, que dispone la ingeniería de un altar para cinco pilones de tamales, evoca la perpetua fragilidad de la economía popular: la transición inminente de las formas reconocidas hacia el espectro de la informalidad y sus irregularidades, denuncia la imposibilidad de toda asepsia económica. Ya en la periferia, ya en el centro, la mano humana gobierna al mercado y su intervención es inevitable, se encuentre institucionalmente visibilizada o informalmente invisibilizada. No hay mercado sin humanos.
En el papel morado que embala la fruta, en la luminosa presencia de raíces comestibles, en las estampas y las redes, se adivina un activismo cromático.
En los saberes del margen existe una matemática que calcula, evalúa, compra, transforma y vende. Que no oculta la mano humana que orienta todo mercado.
En la obra de Reissig se susurra un grito, una consigna por descubrir, una propuesta escondida: que las mayorías tomen los números por asalto.
1 Véase Brunner Brunner, O. (2010). “La «casa grande» y la y la «Oeconomica» de la vieja Europa”, en Prismas, Revista de historia intelectual, número 14, p. 135; Zamora, R. (2017). Casa poblada y buen gobierno. Oeconomia católica y servicio personal en San Miguel de Tucumán, siglo XVIII. Buenos Aires, Prometeo, p. 84).
2 Wasserman, M. (2020). «Oeconomica, o la economía pensada históricamente”, en Sisti, P. (Comp.), VII Jornadas de Enseñanza de la Economía de la UNGS: ¿Por qué y para qué enseñar Economía? Contribuciones, reflexiones y desafíos para la enseñanza de la Economía en la escuela secundaria y el nivel superior. Los Polvorines: UNGS, pp. 294-318.
Fotos de Nacho Iasparra
* 287.5 KILOS de Lucía Reissig en Móvil con curaduría de Guadalupe Creche y Solana Molina Viamonte se puede visitar hasta el 16 de diciembre.