Cineastas – Realidades a borbotones

por Andrés Aizicovich

Dos escenarios superpuestos,  cuatro realizadores concibiendo cuatro películas, cuatro vidas que, representación mediante, multiplican más vidas y más narraciones, como una calculadora descompuesta que ramifica sus ecuaciones exponencialmente. Cineastas es el título de la nueva puesta teatral con la que Mariano Pensotti  vuelve a aceitar los engranajes de su compleja maquinaria narrativa, un sofisticado artefacto de duplicación en el que ficción y realidad se responden, clonan, funden y reproducen una a la otra desvergonzadamente.

La enumeración con la que este artículo comienza no es no es una licencia; las premisas de las obras de Pensotti siempre están  llenas de números, parten de aquello que puede ser contabilizado. Un repaso por las sinópsis de sus anteriores puestas deja como saldo datos estadísticos del tipo “Una estación de tren”, “cuatro escritores”, “cuatro personajes durante diez años”,  “nueve espacios intervenidos durante diez minutos”.

Los inventarios, las fechas y las catalogaciones dan cuenta de un especial interés por clasificar, archivar, registrar; Lo cuantificable es un modus operandi narrativo, un instrumento de historización cuya voluntad retentiva es ordenar los eventos a fin de entenderlos como una sucesión y no como un enjambre de acontecimientos sin núcleo. Así, las listas y los números se revelan como herramientas adaptativas para contener el desborde de una realidad que nos abruma. En Cineastas el escenario duplicado se presenta como dos recipientes reversibles, contenedores que le otorgan a cada relato una aliviadora etiqueta (ficción / realidad) que comienza a despegarse hasta volverse indistinguible. Si al comenzar la obra, una silla era replicada en el escenario superior con una pintura que la mimetizaba (en un juego de citas que evoca tanto a René Magritte como a Joseph Kosuth) mientras promedia la obra ambas instancias tienden a desvirtuarse para el espectador; ¿el arte imita a la vida?.

Cuando uno de los personajes, el director de cine comercial que se entera que está a punto de morir a causa de una enfermedad terminal, comienza a grabar todos sus objetos cotidianos como un último intento de dar cuenta quién fue, la obra pone en evidencia a la memoria en tanto objeto físico, la memoria como cosa. Es aquí donde una visión arqueológica puede otorgarnos algunas pistas. De la misma manera en que cualquier museo de Historia Natural ordena sobre sus estanterías objetos utilitarios con otros con fines místicos, espirituales o simplemente artísticos, vida y relato son encasillamientos taxonómicos enrocables, con una facilidad tan asombrosa que termina desenmascarando que el límite entre ambas es tan fláccido como la aduana de la Triple Frontera. Asimismo, la insistencia que se despliega en la obra a las referencias a Buenos Aires sugiere que tanto el cine como una ciudad operan como containers de Historia, receptáculos que albergan la memoria de sus habitantes y realizadores, constituidos con fragmentos astillados de realidad y ficción que se depositan como fósiles entre las capas geológicas. Mientras deambula por la urbe, uno de los personajes se reencuentra con el cine en el que, de pequeño, vio sus primeros filmes, convertido ahora en una iglesia evangelista. Así como en sus primeras tertulias cinéfilas se dejó hechizar por lo que se proyectaba sobre la pantalla plateada, ahora queda hipnotizado por la misa carismática de un pastor con acento portugués; ciudades superpuestas una encima de la otra, cual sedimentos tectónicos que vuelven a ilustrar los estratos que la puesta en escena emula.

Al finalizar la obra no baja un telón; es el aplauso del público lo que oficia como agente separador que da fin a la representación, pero aún queda un episodio más donde el mundo exterior se filtra sobre el escenario.  Tras recibir la ovación del público, una delegada de la Asociación Argentina de Actores se sube al escenario a leer un comunicado en el que denuncia la desidia del gobierno de la ciudad para poner al día los sueldos de actores y trabajadores del gremio. Esta última declaración queda zumbando en los oídos de los espectadores mientras salen de la sala; una vez más, la pugna entre lo artificial y lo fáctico se enredan en un metalenguaje inasible. Lo que sucede en la realidad, lo que se representa sobre las tablas, lo que se documenta en material fílmico. Entre los interrogantes que propone el entrelazamiento de estas categorías y el vértigo con el que las ciudades mutan y se desvanecen los fotogramas, termina forjándose una idea que le da sentido a nuestro pasaje por este mundo, la vocación última que lleva a nuestra especie a producir relatos; poder afirmar “yo estuve aquí”.

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