He vivido aislamientos peores

por Guido Yannitto

dibujo por Leo Estol

No quiero generalizar (aunque me encanta hacerlo) pero creo que como artistas estamos acostumbrados a pasar mucho tiempo solos, nocierto? El primer día de cuarentena me vi pensando: “el arte me entrenó para este momento” … y así me tranquilicé. 

No sé si será mi capacidad de sobre adaptación o el entrenamiento que me ha dado vivir en residencias artísticas, pero desde que empezó el aislamiento mi frase fue esa: He vivido aislamientos peores. Lo cual, en cierta forma es cierto. En los últimos años he tenido la posibilidad, gracias a mi trabajo (EL ARTE), de viajar mucho; participé de muchas residencias y de alguna forma me inscribí en ese modelo de artista nómade. Tuve suerte y me seleccionaron en algunos programas de residencias internacionales y ahí pude conocer y vivir en distintos lugares. Hice esto porque el sistema de concursos es algo a lo que estamos acostumbrados y nos da un poco de voracidad, pero también como estrategia de subsistencia y alternativa al circuito comercial del arte. Estar en un lugar donde te paguen para trabajar suena lógico, pero en las artes a lógico se lo llevaron preso hace rato. Esta vida loca también tiene su otro lado que es estar en movimiento todo el tiempo, sorprendiéndote de que todo lo que necesitás entra en una sola valija. Siempre comprando cintas métricas (no sé por qué es una herramienta que siempre uso pero siempre olvido), conociendo gente nueva todo el tiempo y hablando, perdón, balbuceando nuevos idiomas en cada nuevo lugar (soy pésimo con los idiomas). Esta condición extranjera te pone en el lugar critico de tratar de entender lo otro, pero en serio. Pone la mirada en un grado 0 donde todo empieza de nuevo. Este ritmo, aunque de afuera se vea todo re lindo es bastante exigente, hay que mirar, entender y dar respuesta a este nuevo contexto, tener por lo menos una idea inteligente para mostrar en el open studio y tener que justificar todo el tiempo lo importante que es que te tengan ahí, que la inversión que están haciendo en vos vale la pena. Está bien, creo que con los años y el entrenamiento me sale mejor, pero la verdad ese ritmo cansa un poco. 

Cuando digo que he estado en peores aislamientos es cierto, por lo menos este me agarra en mi casa, tengo internet y se habla español en el supermercado y la farmacia, los dos únicos lugares a los que fui en estos últimos 30 días. Me acuerdo la vez que fui a una residencia a la Antártida (empiezo la frase así, me leo y me suena a esos abuelos que cuentan la misma historia una y otra vez, pero es que para mí fue el viaje más extremo en el que el arte me llevó hasta ahora). La logística de la residencia, como de todos los científicos que van, la hace el ejército y aunque nos costó, después de unos días entendimos que teníamos que llevar un régimen militar para sobrevivir ahí. Junto a otros compañeros artistas estuvimos en un par de bases; la más extrema, la que más me marcó, fue en Isla Decepción -así es, hay una isla que se llama decepción entre los dos continentes- estuve más de dos semanas. Aislado de todo, sin internet, con ráfagas de vientos helados de más de 100 km/h y con una radio que cuando quisimos usarla para llamar a un barco no tuvimos respuesta en todo el día. En ese momento nos miramos todos, nadie dijo nada pero entendimos que estábamos solos y que si había una emergencia iba a ser realmente un bajón. Por suerte no pasó nada. En estos lugares hay bastantes indicaciones por día, pero la más importante era: que no se incendie la base. La base era de madera, de los años ‘60 y se sostenía ahí gracias al mantenimiento de esa gente. Ahí sí había jerarquías y protocolos, al principio me parecían ridículos para un jóven artista como era yo (fue hace muchos años) pero en esos lugares hacen la diferencia entre la vida y la muerte. Lo que más me acuerdo es cuando me iba a dormir y pensaba en esa fina capa de madera que me separaba del afuera, era como estar viajando en una nave espacial… de madera.

Cuando viajé el año pasado a Europa me fui por cuatro meses. Fue el pasaje más barato que conseguí y lo saqué sin mirar que hacia nueve horas de escala en el aeropuerto de Dallas. Entregado a mi suerte llegué como a las siete de la mañana, hice un poco de reconocimiento en el aeropuerto y me senté en una fila de asientos a ver si había wifi. Por suerte sí había. Sacándome una selfie para mandar a alguien o subir a Instagram, veo lo que tengo detrás (esto me pasa seguido, me doy cuenta de lo que tengo atrás por sacarme una selfie, por lo general son encuentros muy significativos). Ahí estaba: un tríptico de Peter Halley enorme colgado arriba de un pórtico. Estallé. Supe que era un buen augurio. Ahora lo veo como una señal de ese viaje y no puedo parar de pensar en esas pinturas y en la obra de Peter Halley en estos momentos de confinamiento.

Llegué a Ámsterdam donde estuve un mes y después tres meses en una residencia en Liege, la ciudad en Bélgica. Me enteré un mes antes de viajar que nadie hablaba inglés, solo francés. Ni siquiera la coordinadora de la residencia con la que nos entendíamos entre señas y que insistía en hablarme en francés como si entendiera. Mi francés es inexistente, aunque en ese momento era un next week problema; ya lo solucionaré pensé. Pasé 3 meses en un lugar donde pocos hablaban inglés y ni hablar español. De hecho, me encontré saliendo con un chico colombiano que no me caía del todo bien, pero nos veíamos sólo para poder hablar español. Iba del taller al departamento y del departamento al taller que estaba en una distancia menor a 100 metros, en la periferia de la ciudad (la ciudad era chica igual) en la ladera de un cerro, como Salta. Hermoso, pero sólo salía al súper y a tomar una cerveza a la orilla del río. Empecé a estudiar francés vía skipe con Mili, una amiga que había vivido en Francia. Ella siempre me decía que yo era su peor alumno y nos reíamos, nunca hacia las tareas y cada clase era revisar de 0 todo lo que me venía explicando en las clases anteriores. Como dije no soy bueno con los idiomas, no tengo memoria, me cuesta, qué sé yo. Las sesiones con Mili eran más una terapia para mi, a ella siempre le gustó escuchar mis historias románticas y a esa altura creo que tenía historias sólo para poder contárselas a ella.

En esos meses Josefina, hermana de Mili, tuiteó algo sobre Cadenas de amargura, una telenovela mexicana de los años ‘90 que yo veía y al parecer Josefina y Luisito, otro chico de twitter que no conocíamos, también.  Los tres somos de Salta. Pregunté por qué había tenido tanto éxito en Salta, por qué ninguno de nuestros amigos de Buenos Aires la conocían. Josefina contestó con un fotograma de un crucifijo. El tema religioso era algo muy presente en la novela, como en Salta ahora y siempre. Como no tenía mucho que hacer a la noche descubrí que estaba toda la novela subida en Youtube. Pensé que era el momento perfecto para volver a ver esos 88 capítulos. Los devoré. Desde el primer capítulo entendí por qué mi padre se molestaba tanto cuando la veía de chico. La trama es tremenda, un culebrón espectacular.

Celdas y cepas

En la novela, la protagonista, Cecilia, era una niña que había quedado huérfana y había tenido que ir a vivir con sus dos tías, una psicópata y la otra amorosa pero sumisa al mandato de su hermana. En los primeros tres capítulos ya habían muerto los padres de la niña, la tía psicópata la había culpado a ella (una niña de 7 años) del accidente de auto y había envenenado a su gato, el único amigo que tenía, porque la molestaba.  En el cuarto capítulo la niña ya es adolescente. Yo estaba fascinado por la historia y la música de la novela. En ese momento pensé que Cadenas de amargura era nuestro Twin Peaks latinoamericano y no nos habíamos dado cuenta. 

Cecilia esta confinada en su casa llena de crucifijos y fotos de gente muerta en su mesita de luz. Además de ir al colegio pintaba; era su única manera de canalizar su angustia y soledad. Son muchas las razones por las que veía hasta 3 capítulos por noche, pero eso era lo que más me fascinaba. Pintaba jaulas, algunas veces con pájaros adentro, otras vacías. Sólo jaulas. Esas pinturas eran una metáfora un poco obvia de su confinamiento, pero a mí me parecían bellísimas y me preguntaba quién habría sido el verdadero autor de esas pinturas. En ese momento yo también me sentía un poco como Cecilia, con un roomate que hablaba sólo de él y su trabajo. Pensaba en esas celdas mentales que se pone uno solito, en el recorrido departamento, taller – taller, departamento, esa rutina monótona era como una cárcel autogenerada. 

“¿Qué es la libertad? “me preguntó Pedro una noche re fumados antes de este viaje y antes de que nos separemos. A mí me pareció una pregunta ridícula y hasta cursi. Él quería “filosofar”, yo en ese momento creo que quería ver tele. No me acuerdo qué le respondí, seguramente algo evasivo como para cambiar de tema. Es hasta ahora que sigo pensando en esa pregunta. 

Peter Halley pinta celdas, en una clave minimalista lo que hace es pintar arquitecturas contemporáneas, espacios mínimos citadinos como celdas. Casas en donde las ventanas tienen barrotes y los módulos están conectados por lo que parecieran ser cañerías. Todo entra y sale por estas cañerías, como en nuestras casas: la luz, el agua, la cloaca, internet. 

El primer día de cuarentena me puse a pintar unas acuarelas. Nunca sé bien qué pintar. Pensé en Halley y en Cecilia y pinté una ventanita con barrotes para colgar en la pared. La imagen, si bien son 5 bloques negros, me pareció fuerte para tener que convivir con ella en esta cuarentena así que nunca la colgué. Pero me sirvió para pensar en una serie de tapices que estoy haciendo ahora. Tejer es una actividad que hago mucho cuando estoy en estas situaciones de encierro. Me pone en un estado de puro presente en donde el cuerpo coordina con la mente para crear un fino equilibrio de tensiones entre trama y urdimbre. Si se piensa demasiado el tejido se contrae o los extremos se achican, se tensiona la urdimbre y ya todo el asunto se hace problemático. Hay que pensar, pero con las manos. Como mis dedos ahora tecleando estas letras; pensar con las manos y seguir tejiendo, escribir medio en automático como ahora.  Escribir – recordar. Recordar – tejer. Siempre seguir tejiendo.

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