Haters gonna hate

por Andrés Aizicovich

Espejismos, errores ópticos, presencias evanescentes, desmaterializaciones y reapariciones. Algunas producciones del arte argentino en el último año ponen en relieve cortocircuitos entre las expectativas de un público neófito, los usos de lo estatal y lo patrimonial, la finalidad de los museos y espacios de exhibición, las materialidades y autorías difusas, el vacío y la resurrección. En medio de ese cóctel de discusiones ramificadas, el rol de la opinión pública, el placer piromaníaco del amarillismo periodístico y el vertedero cloacal en que se han convertido la sección de comentarios en las páginas de los diarios on line, vuelven evidenciar el siempre tenso vínculo entre el arte contemporáneo y la masividad, con los medios de difusión como un agente dedicado a enervar ambos polos del circuito comunicacional. Utilizando como comodín el calificativo “polémico” y como mecha de combustión la administración de fondos públicos, desde la mirada mediática el arte contemporáneo suma una cantidad de argumentos que lo vuelven blanco fácil del escarnio popular: las fantasías del mercado y las cifras millonarias, su lugar incómodo en relación a otras industrias culturales (coqueteando entre el entretenimiento, las ínfulas intelectuales y políticas y la apelación a la belleza), la supuesta excentricidad en modos alternativos de vida de sus hacedores y, sí, la sensación casi unívoca de estafa.

Para esto, basta hacer un breve paneo por las obras que adquirieron cierta notoriedad pública más allá de las paredes amuralladas del ghetto artístico. De hecho, aquello que se hizo o se dejó de hacer con las paredes de dos museos estatales es lo que levantó polvareda entre los haters siempre atentos a fin de alzar aullidos de indignación moral. A fines del año pasado, la artista rosarina Mariana Tellería intervino la fachada del museo Castagnino de esa ciudad, pintándola de negro. La noche de los días (tal era el título de la obra) apuntaba, en un paradojal movimiento de pinzas con vocación acrobática, a visibilizar el museo invisibilizándolo: de día, la pintura negra le otorgaba a la arquitectura un nuevo relieve fúnebre, contrastándolo del bucólico y apacible parque que lo rodea. De noche, las tinieblas se devoraban el edificio y lo diluía en el paisaje. Con inusitada hostilidad, los comentarios anónimos y malinformados y las críticas infundadas se abalanzaron contra la artista y las autoridades del museo, con acusaciones que imputaban un daño irreparable al edificio y al patrimonio histórico (cuando se empleó pintura al agua aplicada solo sobre los muros), el mal uso de supuestos fondos municipales (cuando la obra fue financiada por sponsors que donaron la pintura y la mano de obra), denuncias de vandalismo (cuando toda la acción formaba parte de un ciclo de intervenciones, fundamentados curatorialmente). Repasando las querellas, sobresale el apetito inquisidor, la presunción sabelotoda, la ligereza opinóloga del ciudadano medio, capaz de cubrir el amplio espectro temático entre los resbaladizos pliegues del arte contemporáneo hasta si el técnico de la selección nacional debe parar al equipo con tres delanteros o cuatro volantes.

El Museo Castagnino intervenido.

Con un ánimo similar y redoblando el espíritu iconoclasta, Dolores Cáceres presentó para su muestra individual en el Museo Caraffa de Córdoba el espacio y las paredes vacías. La obra era las tres salas vacantes, acompañadas de un catálogo que reproducía fotográficamente los muros desnudos. Titulada #SinLímite567, la inacción (que recuerda a Bartleby, el escribiente, el personaje de Melville cuya proclama “preferiría no hacerlo” se volvió un emblema nihilista tan apto para los punks como para los holgazanes) pretendía, desde su renunciamiento, problematizar la relación entre las demandas del espectador pasivo ante la obra, el rol del arte y de las instituciones, estimular interrogantes y reacciones. La operación era doblemente provocadora al tratarse de una retrospectiva (o al menos, con ese fin había sido ofrecido el espacio a la artista) y la renuencia objetual significaba una deliberada abdicación que apuntaba a decepcionar o frustrar la expectativa. Con la velocidad de un reguero de pólvora, la muestra tuvo gran repercusión mediática, impugnada con agresividad o socarronería. Clarín se valió en el titular de su adjetivo fetiche (“polémico”) y la sección de comentarios ardió entre voces indignadas que se rasgaban las vestiduras, chistes irónicos o violentos, exigencias a que se devolviera el dinero de los contribuyentes, a que la artista donara sus ganancias (¿?) y una sarta de equívocos afines, fruto de la diletancia y el placer verborrágico. Una crispación similar se produjo en derredor a un artículo en La Nación a propósito del ciclo Bellos Jueves; en este caso la protesta apuntaba a un presunta negligencia de cuidado patrimonial al programar números de música en vivo en las mismas salas donde se exhiben obras pictóricas, denunciando que las vibraciones producidas por los decibeles y las cambiantes condiciones climáticas de la sala que poblaban cada edición del ciclo, afectaban la preservación de los lienzos, en una ensalada que mezclaba discusiones museográficas – conservación de patrimonio, modos de exhibición – con una clara intencionalidad política. Sobrevuela en la nota (que cita tanto fuentes anónimas como especialistas y empleados con prontuario camporista –sic-) el horror ante la okupación Nac & Pop del museo, como si fuera una casa tomada. Leyendo ambos artículos, parecería que el pecado está tanto en el vacío (Tellería, Cáceres) como en lo lleno (Bellos Jueves) y que la turba enardecida de foristas -¿representantes de la opinión pública o pura catarsis colectiva?- tildan a las producciones de Tellería y Cáceres como cripticas, herméticas, arte para entendidos, pero se enervan asimismo ante el ingreso de lo popular.

Utilizando como comodín el calificativo “polémico” y como mecha de combustión la administración de fondos públicos, desde la mirada mediática el arte contemporáneo suma una cantidad de argumentos que lo vuelven blanco fácil del escarnio popular: las fantasías del mercado y las cifras millonarias, su lugar incómodo en relación a otras industrias culturales (coqueteando entre el entretenimiento, las ínfulas intelectuales y políticas y la apelación a la belleza), la supuesta excentricidad en modos alternativos de vida de sus hacedores y, sí, la sensación casi unívoca de estafa.

La intervención La democracia del símbolo de Leandro Erlich produjo asimismo una canilla abierta de comentarios heteróclitos. La obra (al igual que en Tellería y Cáceres) operaba a partir de una desaparición, en este caso, de la punta del obelisco porteño, que en un acto de prestidigitación aparecía oportunamente en la entrada del MALBA, museo que en los últimos tiempos parece obstinado en poner su infraestructura al servicio de la selfie y cuya medida de éxito se tasa por la cantidad de seguidores de Twitter (con la muestra de Yayoi Kusama como hito). Si en los affaires del museo Castagnino y el Caraffa algunas acusaciones estaban dadas por la ausencia de un gesto virtuoso, en Erlich la desmaterialización es posible mediante una batería de recursos técnicos e ingenieriles. Es sabido que una típica tara del opinólogo es contrastar el arte actual con los apellidos que aparecen en La pinacoteca de los genios, como si las perspectivas del arte fueran un Delorean que viaja al quattrocento y se queda sin aceite en las bujías antes de volver al futuro. Sin embargo, el acto de ilusionismo de Erlich (tan proclive al consenso en el virtuosismo de sus efectos especiales) no se salvó del banquillo de acusados en la corte mediática, recibiendo imputaciones que apuntaban nuevamente a la supuesta malversación de recursos públicos (aunque la producción fue financiada a través de un museo privado) y confusiones delirantes que llevaron a un comentarista a exclamar “¡El truco es re obvio! ¡Qué mago más trucho!”.

Ante estas desvanecencias, dos resurrecciones sesentosas salpimentaron la escena con regresos de ultratumba; La Menesunda, de Marta Minujín y Rubén Santantonín y Nosotros afuera, el célebre huevo de mampostería de Federico Peralta Ramos, vuelven en reversiones que recuerdan la fijación de hollywood por las remakes (rasqueteando con la cuchara el fondo del tarro del pasado). Siendo Minujín y Peralta Ramos dos artistas cuya extravagancia sumado a un espíritu de época los llevaron a juguetear con los medios (la primera como pionera del arte de los mass media, el segundo como partícipe inolvidable del show de Tato Bores) podemos considerarlos dos proto-mediáticos que plantaron para el público masivo la semilla local del cliché del artista como excéntrico, un derrochador de recursos que aprovecha las grietas de las instituciones y el esnobismo consensual para satisfacer caprichos vanidosos o provocar con morisquetas payaseriles (mientras que, en la mirada opinóloga, los genios de la Pinacoteca trabajaban en pos de la Historia, lo Sublime, lo Trascendente y Universal). El profético título del huevo del querido Federico Manuel P.R (“Nosotros afuera”) parecía ya intuir estas conjeturas. Aún como dandy de las vanguardias F.M.P.R se sentía ante todo un outsider; parecía identificarse más con la perplejidad de estar afuera del huevo que con la celebratoria inmersión participativa de Minujín en La Menesunda. Desde polaridades disímiles, ambas obras se preguntaban por las nuevas configuraciones del espectador e interpelaban sobre sus facultades de uso, participación, inaccesibilidad, lejanía. Mientras que en la explanada del Malba, Erlich democratiza un espacio vedado (como en una atracción de feria el lema bien podría ser “¡Pasen y vean el interior del Obelisco!”) el huevo de F.M.P.R es opaco, obtuso, impermeable y la versión que se  presenta en Malba (a diferencia del original) es terso, carece de texturas, poros; un monumento impenetrable.
Al compartir estas palabras con Pablo Rosales, me refirió a una pertinente cita de Boris Groys en el artículo El Universalismo débil (publicado en Volverse público)

Incluso ahora, uno puede escuchar en las exposiciones del arte de vanguardia: “¿Por qué esta pintura,” digamos, de Malevich, “debe estar en el museo si mi hijo puede hacerla –e incluso lo hace?” Por un lado, esta reacción a Malevich es, claro, correcta. Nos muestra que sus obras siguen siendo experimentadas por el público en general como imágenes débiles, no obstante su celebración arte-histórica. Pero por otro lado, la conclusión a la que la mayoría de los visitantes de la exhibición llegan es incorrecta: uno piensa que esa comparación desacredita a Malevich, mientras que la comparación puede usarse, en cambio, como una manera de admirar al hijo que tenemos. Efectivamente, por medio de su obra, Malevich abrió la puerta hacia la esfera del arte para las imágenes débiles –de hecho, para todas las posibles imágenes débiles. Pero esta apertura puede ser entendida sólo si el auto-borrado de Malevich es debidamente apreciado –si sus imágenes son vistas como trascendentales y no empíricas. Si el visitante a la exhibición de Malevich no puede apreciar la pintura de su hijo o hija, entonces tampoco puede este visitante apreciar verdaderamente la apertura de un campo del arte que permite que las pinturas de este niño sean apreciadas. El arte de vanguardia, hoy en día, sigue siendo impopular por default, aun cuando se exhibe en los principales museos. Paradójicamente, es visto generalmente como un arte no-democrático, elitista, no porque sea percibido como un arte fuerte, sino porque es percibido como un arte débil. Lo cual quiere decir que la vanguardia es rechazada –o mejor dicho, pasada por alto—por públicos más amplios y democráticos, precisamente por ser un arte democrático; la vanguardia no es popular porque es democrática. Y si la vanguardia fuera popular, sería no-democrática. Efectivamente, la vanguardia abre una manera para que una persona promedio se entienda a sí mismo como artista –para entrar en el campo como productor de imágenes débiles, pobres, sólo parcialmente visibles. Pero una persona promedio no es popular, por definición –solo las estrellas, las celebridades y las personalidades excepcionales y famosas pueden ser populares. El arte popular es hecho para una población que consiste de espectadores. El arte de vanguardia es hecho para una población que consiste de artistas.

El innegable acceso de un nuevo público a las artes visuales provoca una reconfiguración ante la que instituciones y medios de comunicación reaccionan con mayor o menor reflejos y sagacidad. Como corolario de este panorama, la pregunta estructural es qué se hace con este nuevo público, ávido de experiencias y relativamente permeable. Y de forma más profunda aún ¿cuál debe ser la finalidad de los museos y de los artistas? ¿cuál es el rol de lo público? ¿es necesario satisfacer las demandas populares? ¿las vanguardias se volvieron complacientes, entregadas al show-business, o, por el contrario, alejan al público? Frente a estas cuestiones, a menudo el rol pedagógico y las prácticas artísticas más inaprensibles quedan en off side ante la potencialidad de lo masivo. Las desapariciones y resurrecciones fantasmales, gestos infraleves, invisibles, más cercanos al susurro que a la altanería, revelan desacoples y dilemas del circuito artístico y su público. Nuevos tejidos se están zurciendo, cabe preguntarse hacia dónde apunta la aguja.

 

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