Expedición cloaca – Santiago Ortí, el profanador

por Catalina Aldama

Una caca al día, aproximadamente. Algunos tienen suerte y hacen dos, otros, nada. Pero digamos que, en promedio, una caca al día por persona. En la casa de una pareja, dos cacas. En la casa de una familia ensamblada, pueden ser seis. Una vivienda compartida entre amigos, en la que siempre hay visitantes, pueden ser más de ocho por día. Todas van por pequeñas cañerías, en las que, en principio, viaja una caca a la vez. Todavía es personal. Enseguida se junta con otras cacas desconocidas y viajan todas juntas en una cañería cada vez más ancha. Lo privado deviene público, lo individual, indiferenciado. Luego de algunos tratamientos depuradores, todo es liberado al Río de la Plata, el río marrón barro. O marrón caca.

Santiago Ortí (Buenos Aires, 1985) se abocó por meses a una investigación exhaustiva del sistema cloacal de la Ciudad de Buenos Aires, y luego de dilucidar el recorrido subterráneo que hacen los desechos, desde el inodoro de su propia casa hasta la salida a aguas abiertas, se encomendó a la tarea de construir un sorete móvil para recorrer ese mismo camino. El día pactado fue el domingo 14 de abril. Partió a las seis de la mañana junto a un equipo de apoyo dedicado a resolver la bebida, la comida, el registro de la hazaña y el constante aliento del conductor. Recorrió durante más de 12 horas, los 46 kilómetros que lo separaban hasta el punto del Río que sirve de depositorio en el Partido de Berazategui.

Es difícil pensar seriamente en el sistema de cloacas de una metrópolis como Buenos Aires sin sentir un poco de asco. Por eso necesitamos una pizca de humor. Esta es la imagen: hay un joven en sus 30, tiene su casco puesto, sus anteojos culo de botella, viste ropa marrón a tono, una campera De la Rúa. Está listo para recorrer una distancia larga. Se sube a la bicicleta. Excepto que la bicicleta es un sorete con ruedas. Tiene una carcasa color mierda, que tiene forma de mierda y, aunque no huele a mierda, sino a resina y pegamento, podemos concluir que, en efecto, es mierda. Una mierda migrante. Otra imagen. Uno va caminando por la calle y, de repente, dobla en la esquina una caca gigante. Se desliza con cierta velocidad sobre el pavimento. Se detiene en un semáforo. El sujeto que maneja la bicicaca extrae un Poet lavanda y lo rocía sobre su extraño vehículo. Antes de poder articular una pregunta, pasa sin más el socotroco castaño, hasta que desaparece cuadras abajo.

Giorgio Agamben en Elogio de la profanación, señala que la defecación es uno de los actos fisiológicos más oscuros. Para el filósofo, la caca es una de las víctimas de la “religión capitalista”, que se ha apropiado de la atávica práctica social de separar aquello que pertenece al ámbito de lo sagrado, para convertirlo en un impulso sin sentido de clasificación y ocultamiento. Profanar, entonces, en los términos de Agamben, implica ignorar las divisiones establecidas y aprender un nuevo uso de aquello que fue separado. En el caso de las heces, su profanación implicaría reconocer de qué manera dicho aislamiento encierra las tensiones polares entre “la naturaleza y la cultura, lo privado y lo público, lo singular y lo común”. La Expedición Cloaca propone un juego de profanación: echa luz sobre un acto clandestino y avergonzante y lo somete a una mirada colectiva. Nos obliga a enfrentarnos con nuestro desecho más íntimo- el que proviene de nuestro cuerpo – y desenterrarlo para que quede a la vista de todos nuestra humanidad, pero también el arroyo de mierda sobre el cual se contruye, de manera indefectible, la vida en la urbe.

Esta no es la primera aproximación de Orti a los desperdicios. Los que lo seguimos desde Cemento nos hemos enfrentado, siempre con cierta incomodidad, a la exhibición de la basura seca que produjo durante un año, al pantone de mierda que formó con las fotos diarias de sus soretes, al habitáculo inflable que creó uniendo cientos de bolsas de plástico, entre otros. Orti profana el sistema invirtiendo su lógica: visibiliza aquello que todos deseamos no ver, lo que desechamos y olvidamos el segundo después de tirar la cadena. El artista se detiene en todo aquello que emana de él, no sólo lo que le sirve, es lindo y huele bien. Se hace cargo de todos sus vástagos, ya que, aunque no los reconociera como propios, aún seguirían allí, un ejército de reserva arrastrado por la marea del rechazo. Con su intervención callejera nos insta a repensar el desprecio por nuestra propia producción y a deconstruir nuestro asco, ya tan naturalizado o, más bien, culturalizado. El poeta Joaquín Gianuzzi dice las palabras justas: «Parece que la cultura consiste, en martirizar a fondo la materia y empujarla a lo largo del intestino implacable. Hasta consuela pensar que ni el mismo excremento, puede ser obligado a abandonar el planeta».

 

 

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