El regreso de lxs mostris

por Maia Gattás Vargas

El año pasado, con mis amigas Nati y Pao, decidimos emprender un ciclo en el living de una casa de San Telmo. El motor principal era dar vida al piano que estaba ahí, un poco solitario y silencioso. «Si hay piano debe haber velas, pensamos», «Si hay velas debe haber vino», también dijimos. Entonces se fue armando Estallan y Huyen. El título salió de un texto donde se hablaba de Aby Warburg, específicamente de su forma de pensar: fugaz y maníaca. Y el subtítulo fue veladas de piano y proyectos fracasados. La idea de «fracaso» fue polémica, especialmente para aquellxs que fueron invitades a exponer los suyos. Pero queríamos reírnos de eso, pegarle la vuelta, poner en cuestión la idea de éxito/fracaso en el campo del arte. La invitación era a «sacar la basura bajo la alfombra» y compartirla.

En las cinco ediciones que tuvo el ciclo desfilaron gran variedad de propuestas artísticas y diversas situaciones de fracasos, muchas de ellas relacionadas con situaciones institucionales cuasi traumáticas -propias del proceso que conlleva hoy en día sacar a la luz las obras-. Otras eran fruto de “autopercepciones” de fracaso, por usar un término de moda. Ese era el caso de Marina Daiez: nunca se había animado a exponer sus pinturas, en sus palabras: “Eran un fracaso porque nunca encontraba un lugar o un espacio donde mostrarlas y sentirme bien”. Incluso, las trabajó con su psicóloga, y el espacio de terapia se convirtió, también, en un lugar de “taller”. Pero ese día, en la edición 3 del ciclo, fue un rato antes del evento y las colgó por todo el living de la casa. Fue como presenciar un desfile de mostris en colores apagados y pasteles (rosados, grises, azulados y negruzcos), que más que miedo daban algo de simpatía. Mostris porque eran un poco de todo: un poco humanes, vegetales, minerales, animales terrestres y marinos (Marina tiene tatuada una tortuga en la espalda y de chica mentía diciendo que sus padres no eran sus verdaderos padres y que ella, cuando quería, se volvía a su hábitat natural: el mar. Por eso se llamaba así).

Algo que charlamos post Estallan y Huyen -en este 2020 tan de revisionismo histórico y añoranza- fue que mostrar esos proyectos fracasados muchas veces generaba que esas obras caminen como muertos-vivos. Algunas obras volverían al cajón de los secretos, otras seguirán esperando salir a la luz “oficial” (buscando ser iluminadas más allá de la tenue luz de velas que ofrecía este ciclo). El entusiasmo que muchas de ellas suscitaron en les invitades generaba pedidos de trascendencia. ¡Seguílooo! ¡Terminalo! ¡Publicalo! Recuerdo, por ejemplo, el proyecto de perros perdidos de Nele Wholatz que la llevaron a recorrer y mapear una ciudad que le era todavía un poco ajena, o también los salmos (?) de Andy Aizicovich, reviviendo su deseo abandonado o frustrado de convertirse en rabino post viaje místico a Israel/Palestina. También el proyecto de película documental que expusieron Laura Preger y Alejandro Schonfeld que, meses después, ganó una beca del FNA para seguir produciendose, ¡un éxito!. Les pianistes también, muchas veces eran fracasades, por ejemplo Carrie Bencardino, que había abandonado el piano que supo estudiar en la infancia y nos dió un concierto punk que incluía temas de «2 minutos», entre otros. Otres concertistas eran habitués en otro instrumento-como Manuela Vecino que toca la batería electrónica con Dani Umpi y Lu Glass- pero, al tocar a cuatro manos con su amiga Ana Capalbo, se animó a hacerlo.

Uno de esos casos que resucitaron es el de las pinturas de Marina. Hoy me reencuentro con sus mostris en la galería Papel Moneda (P.M) en Villa Crespo. La muestra se llama Pacífica Mordida (respetando el código de usar las iniciales de la galería: P y M) y se comparte con Nico Seid y Sofía Reynal, que ocupan las vidrieras a la calle. Los mostris pintados que antes estaban en ese living de San Telmo, ahora están hermosamente colgados en PM (y aún esperan ocupar un pedacito de stand del Arte BA que no fue). Algunos mostris salieron del papel y llenaron la sala: se convirtieron en esculturas de distintas telas, algunas recicladas, otras baratas compradas en el Once (parece que la abuela de Marina tenía una fábrica de telas y fue ella quién le enseñó a coser). Los mostris/esculturas tienen sus sombras: todas rojas como la sangre, pintadas en el piso y las paredes. Casi podrían cumplir la función de ser peluches, porque dan ganas de abrazarles, peluches para adultos dark, que se permiten proyectar ahí sus alter egos, como dijo X: «Me sentí identificada con todes les mostris, cada uno representa un momento de mi vida». 

Les mostris-peluches son mostris porque son amorfos, o desbordan la forma “armoniosa” apolínea, porque tienen algo muy grande o muy pequeño,o algo que les excede y sobra: manos de más, ojos de más, piernas de más, bocas abiertas y lenguas afuera. Y ahí están las sirenas de manos largas o muchos ojos, otra cosa alta -que yo bauticé como jirafa- también está la cabeza que pesa tanto hasta tocar el piso, el almohadón con pedazos y desechos de todo, un coso amorfo con pija, que podría ser un puff o una bolsa de boxeo según se lo ubique en el espacio, y un mini caracol-ojo -que pensé que era un souvenir comprado en Mar del Plata- y algunos otros cosos que hay que levantar alto la cabeza para ver.

Los mostris regresaron, los fracasos, les fracasados, les híbrides, porque en realidad nunca se fueron, porque estaban escondides debajo de la alfombra, o bajo el mar, y sólo necesitaban una invitación a la luz de las velas o de los reflectores para salir.

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