El primer retrato de César Aira

por Mariano Vespa
ilustración por Cotelito

Ha llegado un poco tarde. Había retocado en forma minuciosa una de las fotografías familiares que tenía que entregar. Intenta pasar desapercibido y se sienta atrás de todo. Observa la alfombra roja que decora el escenario. Por momentos no escucha el tono del maestro, hasta que una palabra lo cautiva: malón. Jorge Luis Borges, invitado a la Casa de Cultura de la ciudad de Coronel Pringles, estructura su charla alrededor de la “Conquista del Desierto”. José Antonio Triano, fotógrafo puntilloso y pintor anónimo del pueblo asiente, en silencio, cada una de las intervenciones de Borges, por ese entonces director de la Biblioteca Nacional. 

Había nacido al norte de Entre Ríos, en 1910, a la vera del río Paraná. Al poco tiempo, al parecer por algún inconveniente familiar de esos que separan las aguas, Triano cruzó la provincia solo y adolescente, y se mudó a Bahía Blanca. Su único empuje era un oficio heredado: la fotografía familiar.  “Corría el río en mí con sus ramajes”, dice un poema de Juan L. Ortiz, y regresaba Triano, en sus óleos primigenios, al territorio de la desdicha. 

A mediados de la década del 30, Emilio Pettoruti visitó Bahía Blanca para exponer y dictar unas conferencias. Su influjo modernizador, movilizado por encuentros con referentes futuristas, como Marinetti, vanguardistas como De Chirico, cubistas como Juan Gris, o incluso en sus intercambios con Xul Solar, también expandió círculos municipales. Triano y otros artistas locales se sumaron a su atelier. Por ese entonces, sin pensarlo, Triano se subía a algún tren con el lienzo a cuestas y en los rieles del impresionismo, captaba los atardeceres de algún paisaje aledaño. 

Pocos saben por qué Triano se mudó a Pringles, una pequeña ciudad de la provincia de Buenos Aires, en 1950.  Hasta ese entonces, se desenvolvía con soltura en el circuito artístico bahiense. “Algo pasó, pero no sé bien qué: le empezaron a cerrar las puertas, lo persiguieron”, dice su nieta Susana.  Armó su estudio de fotografía, que perduró cuarenta años, y siguió pintando, en silencio. Con las sugerencias de Pettorutti latentes, comenzó a esbozar otras propuestas y estilos: trazos cubistas, carbonillas, retratos. Salía a tomar aire a la plaza,  inhalaba el aroma de los tilos y con un borrador captaba en forma instantánea aquello que aparecía. “Triano era un fotógrafo profesional pero que concentraba en cada foto su talento de artista plástico- dice el poeta Arturo Carrera-. Quizá se amparaba en cada foto y ellas le servían para reflexionar extender acaso inconscientemente su percepción íntima del arte de la pintura. Cada tanto exhibía alguna pequeña pintura en la vidriera de su estudio. Pero los grandes cuadros cubistas que pintaba, los guardaba y los mostraba a sus amigos cercanos, que no eran muchos.”

Arturo Carrera y César Aira, con diecisiete años, organizaban una muestra de poesía y pintura abstracta para exhibir en la biblioteca Rivadavia. Mientras esperaban su turno en una librería, ambos se desanimaron ante la inminencia del fracaso. Una voz los espetó: “¿Cómo pueden pensar siquiera en echarse atrás, después de todo lo que han trabajado, la expectativa que han creado, y el compromiso que asumieron con ustedes mismos?”. En la novelita Triano (El octavo loco; 2013), Aira recupera el encuentro con el “único pintor del pueblo”:  

¿Acaso no están a punto de sellar la alianza de la pintura y la poesía? Una unión externa, por el momento,  pero destinada a internalizarse. La yuxtaposición es un primer paso a la fusión. La poesía es una forma de discontinuidad, de ahí que tenga una relación necesaria con el cubismo, pero eso solo en una de las acepciones  de la palabra “poesía”: la que cubre la práctica de de escritura en verso, con las metáforas y todo el resto; la otra acepción, más difusa es la de “lo poético” en la vida, en la Naturaleza, como cuando se dice que los colores del cielo en un atardecer son muy poéticos.

El pasaje forma parte de un largo monólogo sobre el cubismo, en el que Triano los desafía a pensar desde otro lugar.  Como aquella frase de Braque, el pintor no intenta reconstruir una anécdota sino instalar un hecho pictórico. Si bien Aira aclara que no conoció la producción de Triano, algunos caracteres los emparenta, como aquello que el mismo Aira hiperboliza: la conversación digresiva y filosófica. En sus Ensayos murmurados (2009, Mansalva}, Carrera describe la manera en que su amigo concibe sus novelitas:

Toda conversación, la más inesperada
puede resultar
una novela.
Un pensamiento en la caminata diaria
ya es un haiku.

En varios sentidos de su producción, Aira ha transmitido los cruces entre literatura y artes plásticas.  En su fantástica novela sobre Rugendas, en sus relatos sobre Picasso, Duchamp o la revista Artforum, incluso en alguno de sus ensayos,  se ven esos ejercicios de libertad dadaísta. En su novela más reciente, Pinceladas musicales (Blatt&Rios), Aira vuelve a ocuparse de Triano, esta vez sin mencionarlo, y subrepticiamente de la monotonía de  Pringles, que abandonó luego de terminar el colegio secundario. Allí pone en juego al relato como una máquina inventiva,  que se desvía de la silenciosa y desconocida vida “real” de Triano, y acentúa la imaginación y la estructura flexible de la ironía. Al protagonista, ”el pintor”, le encargan un fresco para el Palacio municipal. El fastuoso edificio Art Decó, en los últimos años objeto de visitas turísticas por la figura mítica de Salamone. A partir de allí, la novela otrora realista se vuelve una burbuja envolvente. 

Estas reflexiones lo llevaron a darse cuenta de que nunca se había puesto a pensar seriamente en las dificultades exigencias que encerraba el arte de la pintura.  Si pensaba, resultaban inmensas, casi infinitas. Más allá de los aspectos técnicos, que ya tenían lo suyo, estaba la actitud a asumir. No se podía no asumir ninguna, y si se la asumía tenía que ser una combinación de quietismo y acción- La acción era necesaria si el cuadro quería hacerse  y no quedarse en un fantaseo. Pero debía ser acción habitada por una inmovilidad de espera y latencia. Y esa complicación contradecía la simplicidad que para él era la clave del arte verdadero.

La producción de Triano, desconocida, está esparcida en varios museos de la región, gracias a distintos premios adquisición en los salones nacionales y provinciales.  No están fechados, pero hay variantes notables en el modo de firmar. Tal vez sea una forma posible de catalogar, o un juego tramposo del propio pintor. “En 2011 me puse a pensar qué pasaría con todas estas carpetas cuando uno no esté”, dice Susana.  El taller, a cuarenta años de la muerte de su abuelo, está casi intacto. Una escalera estrecha negra, que Aira describe en forma puntillosa, se mantiene, tapizada a sus costados por algunas pinturas campestres. Cerca del portal, emerge un gran espejo, el mismo con el que Triano hacía sus fotos y sus lienzos, y en el que los jóvenes Aira y Carrera vieron la aparición de un genio cautivo.

 

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