El “No sabo” y la autonomía artística
por Lucas Rubinich
ilustraciones por Leo Estol
Las reacciones provocadas por una designación en ArteBA y como consecuencias de esos movimientos, la posterior renuncia del designado, podría haberse atendido simplemente como la respuesta racional de sectores del mundo artístico frente a los gestos extemporáneos de los responsables de una fundación que resulta ser un actor protagónico de ese mundo. Pero en el artículo de Mariana Cerviño en el Flasherito se lo aborda desde su sentido político cultural más relevante: como el indicador de una cuestión fundamental para la vitalidad del campo artístico que es la reafirmación de su autonomía en una época en que, de distintas maneras, está amenazada. Y es sobre eso que quiero decir algo.
¿Y por qué es preocupante que la autonomía esté amenazada? Porque la autonomía resulta garantizadora de la potencial vitalidad del mundo del arte, en tanto institución de la modernidad que básicamente hace que sean los pares quienes juzgan a los pares, y no los poderes económicos, religiosos o políticos. Idea de pares que incluye, por supuesto, a los distintos actores del campo. Centralmente a los artistas, pero también a las distintas instituciones y grupos implicados en el arte; los críticos, los curadores, los galeristas, los coleccionistas. Son las relaciones entre estos distintos actores las que producen el valor de la obra. Y las posiciones con más grado de autonomía son las que generan el elemento más valioso de los espacios culturales: las disposiciones críticas, la capacidad de enfrentar las doxas estéticas, morales y políticas
¿Y hay efectivamente cambios culturales generales y concretas reestructuraciones que permitan hablar de una autonomía amenazada? En distintos campos culturales a nivel global, el predominio arrollador de la cultura del capital financiero portadora de una moral darwiniana que interviene de manera agresiva en los espacios más potentes imponiendo sus propias lógicas, produce sin dudas agrietamientos en la autonomía. Y genera alarmas.
En el año 2014 se inauguró el Museo de arte contemporáneo de la Fundación Louis Vuitton promovido por el millonario francés Bernard Arnault, en un espacio público importante de la ciudad de París, el Bois de Boulogne. El mismo día de la inauguración se publicó en la revista Mediapart una carta firmada por alrededor de cuarenta intelectuales, en la que se llamaba al mundo de la cultura y a la entera sociedad a debatir sobre el creciente papel de los grupos financieros en el arte contemporáneo. Centralmente cuestionaban las nuevas formas del mecenazgo que pone a los mecenas, no en el antiguo papel de promotor calmo que da libertad a sus beneficiados, sino en el de apropiarse de papeles protagónicos que influyen sin mediaciones en la actividad concreta del artista. Es un mundo, dirán, en el que “las boutiques de lujo, se pretenden como prototipo de un mundo en el que la mercancía sería arte, porque el arte es mercancía”. Y advierten que estos nuevos grandes mecenas ligados a la industria del lujo y portadores de la cultura del capital financiero contribuyen día a día al empobrecimiento intelectual de las instituciones públicas. Se preguntan por qué nadie del mundo artístico implicado en esas relaciones dice nada en voz alta y contestan que las respuestas de pasillo atienden a los problemas que se plantean, pero esgrimen la famosa frase atribuida a Margaret Thatcher: “There Is no alternative”. A decir verdad, la carta, aunque estén Jean Luc Nancy, Giorgio Agamben y Georges Didi-Huberman, no es un amontonamiento de las primeras figuras de la cultura europea. Tiene buenos argumentos, es respetuosa, es polémica. Pero no cumplió con el objetivo de generar debate. Por lo menos el debate fuerte que proponían esos argumentos que pensaban a la cultura como un bien universal cuyo destino compete a la entera sociedad
A fines de 2019 de este lado del Atlántico con argumentos más modestos, pero con algunos buenos datos, el escritor Michael Massing, en The New York Times, publicaba un artículo con un título que en esa sociedad probablemente no alarmó a casi nadie: Cómo los superricos se apoderaron del mundo de los museos. Además de advertir con ingenuidad que algunos de los benefactores estaban vinculados a negocios poco claros, menciona algo que merece la atención sobre el patronato del MoMA de Nueva York. De los 51 miembros de ese patronato con derecho a decisión, 45 son parte directa o indirecta del mundo financiero y corporativo, y apenas unos pocos del específico mundo de la cultura.
¿Y por qué deberían importar los dos ejemplos anteriores en este lugar del sur del mundo, alejado de esos grandes financiadores y con un campo artístico que -para decirlo generosamente- tiene un muy débil mercado de arte contemporáneo? En principio porque implican una desvalorización de la figura del artista. Porque eso es lo que produce el agujereamiento de la autonomía. Y una desvalorización de la potencial disposición crítica del artista en centros culturales mundiales no es irrelevante para los distintos espacios culturales regionales y nacionales. Nunca lo fue, y menos lo es en el mundo globalizado.
No obstante, hay tradiciones opuestas a esas miradas predominantes y de distintas maneras se actualizan, se reinventan productivamente. Los personajes intelectuales de La Boheme de Puccini, encarnando los sentimientos colectivos del artista y su obra contra todo, con la denegación de lo económico como un valor, recorrieron parte del siglo XIX y con idas y vueltas, un largo tramo del siglo XX sin perder fortaleza por distintos espacios culturales del mundo. Y persisten. Muy particularmente deben hacerlo en nuestro medio de arte contemporáneo en el que conviven productividad artística y debilidad de mercado.
La presencia temprana de un sistema educativo público extendido fundado por miradas que apostaban a la “educación del soberano”, junto a la fortaleza de expresiones políticas que veían en la cultura universal una herramienta de emancipación, contribuyeron seguramente a que la Argentina contara desde las primeras décadas del Siglo XX con experiencias constructoras de grupos, redes e instituciones relevantes que contribuyeron a la libertad artística. En ese marco es que se generaron sentimientos de alta valoración de la actividad artística en tanto desacomodadora de sentidos comunes. Son esos elementos, los que en el presente permiten explicar la vitalidad del arte contemporáneo local en una situación de debilidad estructural; la existencia de grupos, de redes, de publicaciones que contra todo igual lo intentan, la de distintas instituciones que pueden ser evaluadas como escasamente racionales en lo económico y se convierten en referencias culturales, como muchas galerías alternativas cuya pionera fue Belleza y Felicidad.
Es que la apuesta por seguir andando en la adversidad, y el rechazo de ofertas que podrían atenuarlas si se consideran agujereadoras de la libertad artística, son un componente que persiste en sectores prestigiosos de este espacio y son la herencia de innumerables pequeños gestos que se fueron tejiendo a lo largo de casi cien años en las zonas vitales del campo artístico. No son necesariamente principios racionales, pueden ser formas de pararse frente al mundo en la acción concreta, disposiciones, sensibilidades. Entre esos muchos gestos, valga para concluir, mencionar uno que resulta emblemático: Borges solía contar que hacia los años treinta, una señora coleccionista de arte, heredera de comerciantes de la colonia derivados empresarios ganaderos hechos millonarios, y devenida condesa por matrimonio, fue convencida por un amigo de Xul Solar de recibir a Xul, para ver la posibilidad de convertirse en su mecenas. La Tota Atucha, así se llamaba, era una mujer moderna, que vivía mitad en Europa y mitad en Buenos Aires, y era amiga de los artistas de vanguardia de la época, y probablemente amante de Buñuel. Pero era también una devenida condesa que volvía a Buenos Aires, y seguramente miraba, como todo nuevo noble, por encima del hombro a sus interlocutores. En el encuentro con Xul parece que la Tota decidió evaluar los conocimientos de arte de quién sería su beneficiario y le formuló unas preguntas que seguramente el artista podría haber contestado. Sin embargo, su respuesta a cada una de ellas, esgrimiendo un rostro serio e imperturbable, fue: “No sabo”. Por supuesto, la reunión terminó con la Tota levantándose enojada frente a la impertinencia del gringuito.
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