El atajo como táctica

Por Maia Gattás Vargas

Dibujo por Matias Romano Aleman

Algunas muestras me generan algo, que ante la dificultad de poner un nombre mejor, voy a llamar “experiencia artística”. Eso sería algo así como que puedo hacer sinapsis con la persona/artista que realizó ese trabajo. Como si por un rato me pusiera sus anteojos y viera el mundo de ese modo prestado.

En el caso de El atajo, un desplazamiento en el autor de José Luis Landet, curada por Sandra Juárez ponerme sus anteojos fue muy fácil, porque quizás no son tan distintos al modo en que mis propios anteojos deforman el mundo.

Quizás esta sensación de experiencia que tuve también sea por la pandemia y la mucha sed que me generó este tiempo de abstinencia sin poder ver exposiciones… Volví a casa hace pocos minutos y ya estoy escribiendo sobre la muestra (pienso hace cuanto que no escribía así, “recién llegada”, con el pulso tibio). Y también pienso, que últimamente ví muchas muestras colectivas y que en ellas me cuesta más sentir ese efecto de estar por un rato en el mundo de otro. (Sin hacer apología a la muestra individual).

Pensaba que quizás también sentí eso porque lo que veo (o mejor dicho, lo que transité) es un trabajo de muchos años de un artista que insiste con lo que lo obsesiona, que insiste con utilizar ciertos materiales o insiste en un gesto (¿acaso no es eso también el arte, una insistencia sostenida en el tiempo?). 

Es la tercera vez que escribo algo sobre el trabajo de Landet y no sé si voy a poder decir algo distinto, “nuevo”. La primera vez había escrito sobre la figura ficticia del pintor militante Carlos Gomez , y cómo este le permitía reflexionar sobre el paisaje y la manifestación, la segunda vez me interesé por su uso de los negros, los reversos o negativos de las imágenes,  esos intervalos que me recordaban a Dziga Vertov y que ahora se ve de manifiesto en las obras del primer piso tituladas Cómo suena Lenin hoy. Pero esta vez veo su obra de forma más expandida, desplegada en un gran espacio. Hay que decirlo: esta es una mega-muestra, una muestra inmensa, de 467 piezas y casi tres pisos, digo casi porque el “casi” se debe a una infraestructura de madera (el atajo) que conecta la planta baja con el primer piso por medio de una rampa espiralada. La exposición puede definirse como una gran instalación que tuvo un proceso de trabajo de 1 año y tres meses pero, según Marcos Kramer, es también, de algún modo, una “gran retrospectiva”, una muestra antológica  que reúne intereses de los últimos 10 años (no siempre sucede que una gran ocupación del espacio implique la invocación de una larga temporalidad como pasa en este caso). 

Cuando  apenas entré vi una pared inmensa con unos collages que Landet llama “triadas”, porque cada uno está compuesto por tres imágenes tomadas de distintas enciclopedias que fue acopiando, y así también se titula un libro de dos tomos donde están las reproducciones de estos juegos de imágenes. Cuando vi eso pensé que esa iba a ser mi parte favorita (soy muy fan del método collage y siento que no es un recurso muy utilizado en el arte actual). Pero después, en el piso de arriba vi los cuadros intervenidos de pintores populares, esos pintores amateurs, pintores de oficio, que tanto le gusta “rescatar” de los mercados de pulgas a Landet y sentí que esa también era mi parte preferida. 

En medio de estas dos filas de pinturas intervenidas por una paleta de colores plenos, está flotando, suspendido, un cuadro de Enrique Nani (1910-1993) que es una vista del barrio de La Boca -donde casualmente está emplazado el Museo Marco-. Ese es el único elemento de la exposición que se muestra intacto, desnudo, algo frágil. Y quizás por eso, y por su ubicación espacial, nos da la sensación de núcleo, como si fuera el corazón de esta muestra.

Finalmente, llegué a lo que, admito, fue mi parte preferida (digo esto sin querer partir la exposición en pedacitos, pero sí haciéndole honor a mis debilidades gustativas). Esta última sección es una especie de trastienda donde hay un escritorio de madera con paneles que se abren, en el que da para quedarse un buen rato indagando. Ahí está el archivo de obras del alter-ego ficticio de Landet, el pintor de paisajes Carlos Gómez -una figura que le permite trabajar este “desplazamiento del autor” que tanto le interesa, y que implica, también, un desplazamiento de nosotrxs, lxs espectadorxs-.Si pienso en el concepto de “atajo”, me remite a un uso del espacio. Un espacio que no es abstracto sino vivido. Me acuerdo vagamente de algo que leí de De Certeau en mis años de facultad sobre posibles formas de utilizar el espacio. Para ello diferenciaba las tácticas de las estrategias. La estrategia se ancla en un lugar propio, que puede tomar distancia de las circunstancias, y que posibilita a la vez una variedad de formas de dominio. Las tácticas en cambio, pertenecen a los “débiles”: se realizan siempre en los lugares del otro, sacando provecho a fuerzas que son ajenas. Poder ejercer sus tácticas, ahí radica la fortaleza del débil. Algo de esto resuena en la forma de organizar el espacio que se hace en esta muestra, ya que los atajos pueden ser considerados como usos tácticos del espacio. Pero también por la táctica elegida para el montaje, que pone al cuadro de Nani, un pintor prácticamente desconocido y  ajeno al circuito del arte, en una especie de “centro”. Ese cuadro de Nani está además cargado afectivamente: en su reverso podemos leer una carta que el pintor escribe a un amigo en Venezuela a quien le ofrenda esa vista del barrio de La Boca.