¡Diez años de Libros Drama!
Dibujo por Lucas Mercado
Allá por el 2012 apareció Libros Drama, una editorial de dramaturgia contemporánea que se propuso expandir el campo de las artes escénicas al pensar el libro como escena, comunidad, presente. Quien arrojó el proyecto al mundo es el autor, entre otras obras, de Constanza Muere, un drama hermoso donde una mujer que espera la muerte se la pasa leyendo poesía. Fue hace muchos años atrás cuando yo también me quedé prendida al taller de dramaturgia que Ariel Farace daba en la calle Ecuador. Cada lunes rodeábamos la mesa común para ver cómo se abrían frente a nuestros ojos los compartimientos entre poesía y teatro. Libros Drama se inscribe en la tradición que irradiaron las editoriales de poesía a partir de los 90: fanzines y libros artesanales como autos de colección para que circulen los textos entre manos desconocidas. La curaduría editorial marca un ejercicio de despegue de la pregunta monopólica sobre la representación escénica como único interés y arrima otros puentes para sus colecciones: textos que no siempre buscan en la escritura una garantía de montaje y, más que prometernos la experiencia en un futuro, inauguran la promesa de una experiencia en el durante. Pienso en eso que leí de John Berger sobre la poesía, pero trasladado a la dramaturgia: seria engañoso hablar de una promesa en un texto dramático, porque una promesa se proyecta en el futuro, es más bien la coexistencia del pasado, del presente y del futuro lo que se enlaza en un libro drama.
Me regalan un libro para mi cumpleaños, con lo que a mí me gusta cambiar regalos voy a la librería del shopping. Pregunto, con voz nuevita: “¿poesía?”. “Uy”, me dice el chico. “Uy”, pienso. “Es en el piso de arriba pero ahora está cerrado”. “Ah, ¿cuándo abre?”. “No sé, esperá que viene mi compañera y te lleva”. Me quedo paseando por las mesas de primera plana hasta que escucho me chistan. Me acerco a la boca de una escalera que antes estaba tapiada por un banner y que la compañera de mi primer vendedor corre como una cola de vestido ante mis ojos. Me da paso. Subimos. Parece un depósito elegante. El pasillo es angosto pero no me da vértigo mirar del otro lado de la baranda. Miro desde otro plano las mesas principales que ahora son arañas de luz invertidas. La chica me dice, “ahí” y estira brazo. No logro ubicar un punto entre su sonido y lo que indica el dedo espada. Repregunto. Siento que le molesta pero insiste con el dedo y el “ahí”. Le pido perdón, que no entiendo, que si entendiera no le preguntaría de nuevo. “En el mueblecito”, agrega. Voy con pasos hasta el mobiliario de baja estatura. Me saco la cartera, el tapado, la bufanda, todo lo que pesa. Me arrodillo. Con la cabeza de costado y el dedo flojo, repaso los lomos. Mis labios acompañan el movimiento de la lectura, algunos nombres cobran volumen, otros me los trago. Separo ejemplares que acumulo en una pila en el piso. No hay mucho pero logro una arquitectura personal. Levanto la vista, me mudo al estante de teatro. Hago la misma coreografía que con poesía, un poco menos inclinada, apenas encorvada hacia un lateral. Encuentro poco. “¿El teatro se escribe?”. Es Virgilio. Se acerca para apurarme con su cuerpo, quiere que bajemos, tal vez dilucidar si voy a comprar algo. La estoy haciendo perder el tiempo y encima es un cambio regalo. Me llevo un libraco hermoso con cartas, canciones y semblanzas de Violeta Parra, en una edición especial de la Universidad de Valparaíso con el lomo ancho y la encuadernación a la vista.
La primera obra que leí en la primaria fue Los árboles mueren de pie, de Alejandro Casona. No leía los nombres de los personajes, ese recurso dramatúrgico me incomodaba, sentía que demoraba mi lectura, que los ojos se cansaban al leer un nombre en negrita con dos puntos. Iba directo a lo que decían, aunque a veces perdía cable de quien portaba voz: iba. La primera obra de teatro que leí en la siguiente escuela me fascinó, Los reyes de Julio Cortázar. Conocía el mito del minotauro pero lo que pasaba en Los Reyes era distinto. Era mejor. Era una bomba. La Lectura bajaba por una montaña nevada como si fuera La lectura un personaje y la mejor esquiadora de la temporada. La edición ayudaba a que la experiencia sea todo un acontecimiento, con una tapa corrugadita en gama ahuesada que hasta parecía un pastel. No sabía que el teatro se podía escribir de esa manera, que podía ser un terreno donde ensayar y una variante al conflicto entendido únicamente como “dos fuerzas que chocan”. No sabía que la dramaturgia podía despojarse de trastos y pesar menos. Leer teatro también puede ser como irse a unas vacaciones largas en las afueras.
Hace poquito salió Irse Yendo de Leonor Courtoisie, actriz, directora y escritora uruguaya. En algunas notas que pispeo por internet pareciera que voy a leer una novela, pero cuando finalmente la leo, y no por mi astigmatismo crucial, se borronean los límites del género. Le pregunto a la autora por su obra y me dice que la piensa como un rastro de voces y que si bien no hay un interés de que se haga teatro con ese texto, inevitablemente viene de ahí. Leonor agrega: “habito los bordes desde siempre, por distraída o porque me gusta caminar”.
Hace un tiempo me topé con una video conversación entre las autoras chilenas Alejandra Costamagno y Manuela Infante. Era una entrevista que la primera le hacía a la segunda sobre su teatro: “no llevo todo a la luz”, dice.
¿Cómo seguir un pulso comprensivo sin ajustar los cinturones de la evidencia? La escritura no es una planilla de Excel, tampoco la biblioteca. No hay separaciones ni columnas que nos sostengan en la lectura. Tal vez, entonces, se confirme como la actividad típica de lxs que sienten placer al deambular. La adultez es un país cómodo, quien lee teatro lo lee como viajando al exterior de sí. Leer otros dramas no implicaría, entonces, un plan a, b, c o d. Necesitamos reconocer que hay misterios.
La coreógrafa berlinesa Antonia Baeh convocó a un grupo de escritorxs para su próxima obra, Abecedario Bestial. La consigna era escribir sobre animales en extinción. Pienso: una escritura colectiva es una escritura teatral. A Virginie Despentes le tocó la P de paloma migratoria. Lo que más me estremece de ese texto es lo que arroja a la hora de imaginar lo que nos supone la pérdida del ave: la pérdida de un punto de vista. La extinción asociada a la mirada me parece un rezo que no voy a soltar. Ella se pregunta ¿Cómo podríamos construir nuevos cuerpos que imaginan?
Vuelvo al hilo de este texto: celebrar otras escenas posibles y, también, el gesto amoroso y artesanal, que podríamos pensar épico en estos tiempos, de hacer circular libros de teatro. Libros Drama celebra sus 10 primeros años. Larga vida.