Contra la pedagogía
Por Manuel Quaranta
Dibujo por Steinberg
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Vivimos en un mundo donde la formación se ha impuesto como indiscutible moneda de cambio. Cursos, seminarios, conversatorios, talleres, maestrías, clínicas, doctorados y un sinfín de eventos (utilizo el término en su acepción empresarial) destinados a mantener encendida la llama del progreso indefinido. Estos eventos representan una esperanza lógica en el horizonte del consumismo cultural a gran escala, anclado sobre la multiplicación de la oferta y las consecuentes posibilidades de salir a flote dentro de un panorama, siendo generosos, aciago. El fenómeno, como todo fenómeno, no es enteramente nuevo, ya en 1886, el escritor austríaco Ferdinand von Saar, en el poema titulado Enkelkinde [nietos], apuntaba los cañones contra la educación artística, por tratarse de un intento casi desesperado de ascender en la escala social:
Cuando los padres, en una búsqueda minuciosa,
Detectan en sus hijos la más pequeña chispa
De talento, incluso la menos prometedora,
La avivan con orgullo.
Escuelas, academias
Acogen una enorme cantidad de alumnos;
Honores, premios, becas
Los guían hasta todos los templos del arte,
Donde talentosos Rafaeles,
Buonarotisy Winkelmanns,
Hombres y mujeres, deambulan en hordas:
Pintando, esculpiendo, escribiendo libros.
La formación perpetua no sólo promete un futuro mejor, más próspero, sino además se impone como la coartada perfecta para mantener a distancia el pasaje al acto: frente al desafío de la práctica, y la probable derrota, la formación crónica.
Expectante entre ambos, yace un tercer factor. No nos inscribimos a una decena de cursos sólo con la expectativa de conseguir un mejor puesto de trabajo (o meramente, un puesto de trabajo), no empezamos un doctorado sólo para darle largo aliento a nuestra neurosis procastinadora; nos embarcamos en semejante despliegue pedagógico porque creemos que algún día vamos a terminar comprendiendo algo. Viejo anhelo positivista. La comprensión cabal de los fenómenos, en un mundo gobernando por causas y efectos.
Pero el tema que nos atañe es la comprensión en el campo del arte. ¿Qué significa entender una obra? ¿Y explicarla? ¿Por qué necesitamos la mano paternalista dictando su veredicto? ¿Tanta frustración genera el desconcierto y la incertidumbre frente a una propuesta estética? ¿De dónde surge la obligación de los artistas de sostener un discurso teórico sobre su producción? (que no es lo mismo que decir sobre el proceso creativo; nada de antiintelectualismo por estos lares).
Quizás ocurra una paradoja. En el arte contemporáneo, a diferencia del cine, el público ya no se horroriza con las prácticas de los artistas, al contrario, el público mismo exige provocación, transgresión, locura. Tal vez, el hecho responda a que el público del arte contemporáneo está compuesto, en buena parte, por agentes del campo del arte. Si esto fuese así, ¿por qué los textos curatoriales, mayoritariamente, demuestran un afán didáctico? Un afán explicativo que tantas veces neutraliza la propia práctica: enmarcar, ilustrar, describir, dar sentido. Que el espectador acierte, se sienta cómodo. Ningún desborde, ninguna inquietud. Repito, lo extraño resulta que el espectador reclama incomodidad, desborde, inquietud. En esta perspectiva incluyo y excluyo a los museos; sabido es que con un departamento educativo potente, la institución tiene entre sus premisas educar al soberano. Por otro parte, el público del museo es cuantitativamente más amplio que el de las galerías y demás espacios exhibitivos.
2
Un desbordado era, sin duda, Alberto Greco. Sobre él, en un recorrido magistral por la muestra El mago, de Oscar Bony, en el Malba, año 2007, Marcelo Pacheco dictamina (video disponible en Youtube): “Nada de lo que venga en los 60 podrá entenderse sin Alberto Greco”. La afirmación es indiscutible, peca, quizás, de contundencia.
En Manifiestos Argentinos, compilado por Rafael Cipollini, brilla una pequeña joya de Greco que sintetiza el problema. Aparentemente, a su regreso de Japón, la tía Ursulina le trajo de regalo a Albertito un ave (la memoria adulta nombra faisán). Al principio la relación era distante, incluso tensa, pero a medida que adquirieron confianza, las cosas empezaron a relajarse. Lo podrá intuir el lector, Greco fue un niño travieso, curioso, molesto. Es así que pretendió jugarle una broma al pobre animal, con tanta mala suerte que el niño rodó por la escalera y como consecuencia del golpe o del susto perdió el habla. Meses afásico y en reposo estuvo Greco, a quien su hermano mayor comenzó a llamar “El mudito”.
Reconstruyo la anécdota infantil porque el fragmento cobra su verdadero espesor contextualizado: “Pintaba todo el tiempo con los dedos. Eran manchas muy raras. Jorge Julio [el hermano mayor] insistía que yo le explicara el sentido de esas manchas de colores, qué querían decir, por qué las había hecho. En qué pensaba cuando las estaba haciendo. Quería a toda costa una explicación. Pero yo nunca supe qué responderle, deseando continuar mudo toda mi vida para no tener que dar explicaciones nunca. Y también sordo, para no oírlas”.
Sin embargo, en el manifiesto Vivo Dito, Greco escribe: “El artista enseñará a los demás a mirar de nuevo lo que pasa en la calle”. Existe una correlación evidente entre enseñar y explicar, quien se encuentra en la posición profesoral, se presenta siempre por encima del alumno, pero sucede que el artista “enseña a ver no con el cuadro sino con el dedo”. Entonces, la expresión enseñar pierde su carácter de instrucción unilateral y remite a indicación, dar señas, dejar ver, mostrar involuntariamente, ejercicio que no sólo ejecutaba Greco, sino artistas como Claudia del Río o Aníbal Buede, que oponen a la pedagogización marcial, una pedagogía abierta, vacilante, en tensión con las instituciones (adentro-afuera, docente-artista, centro-margen, vertical-horizontal), cuidando siempre, o incluso poniendo por encima, el aspecto poético-procedimental de su labor.
Si llevamos el argumento al extremo (y tal vez en la exageración resida algo parecido a una verdad), veremos que el problema del sentido excede el campo del arte y se afinca en el resto del mundo. Dice el Nietzsche de Genealogía de la moral (1887): “El hombre, el animal más valiente y más acostumbrado a sufrir, no niega en sí el sufrimiento: lo quiere, lo busca incluso, presuponiendo que se le muestre un sentido del mismo, un para esto del sufrimiento. La falta de sentido del sufrimiento, y no este mismo, era la maldición que hasta ahora yacía extendida en la humanidad […] algún sentido es mejor que ningún sentido”.
La conclusión es elemental, el hermano de Greco (como síntoma) buscaba tranquilidad, sosiego, reposar en la tiranía del sentido. De allí, el éxito rotundo de la pedagogización del arte, de los interminables procesos de aprendizaje, de la formación crónica. Contra esa operatoria, Greco (como síntesis) constituiría un buen antídoto, si es que, por todos los medios, y desesperadamente, no se lo intenta esterilizar.