Como el aleteo de un colibrí
por Maia Gattás Vargas
dibujo: Paula Castro
«¿Qué estoy haciendo al escribirte? Estoy intentando fotografiar un perfume», decía el personaje de Clarice Lispector en Agua viva. Ese intento imposible de retener lo que se escapa, de fijar algo invisible a través de la fotografìa, es el impulso que mueve la nueva exposición de Lihuel González «Un paisaje no deja de existir porque le demos la espalda».
Fue inaugurada en la galería Gachi Prieto dos veces: el 7 septiembre se realizó el primer acto/montaje/performance y el 26 de septiembre se inauguró por segunda vez con otro cuerpo de obras.
Esta muestra nos propone representaciones imposibles. Lihuel rodea los discursos en torno a lo invisible, y en ese gesto ensaya inevitablemente representaciones sobre la muerte, tabú por excelencia de nuestra cultura occidental. En tiempos de máxima visibilidad y sobre exposición ¿se puede desaparecer por completo? ¿podemos percibir lo que no se ve, lo que no se muestra?
Los blancos y los negros son una primera respuesta. Un video con un ser completamente pintado de blanco nos recibe en la antesala, apenas llegamos a la galerìa. Tanto la sobre-exposición (exceso de luz) como la subexposición (exceso de oscuridad) generan falta de visibilidad, las obras de esta muestra juegan con esos recursos, con el claroscuro.
En el primer acto/montaje busca las huellas de lo apenas perceptible de la vida: el latido, la respiración, la sangre que corre por dentro de los cuerpos. Retratos fotográficos de mujeres en un tiempo de exposición fotográfica suficiente (alrededor de un minuto) que permite imprimir la huella de ese movimiento invisible de los cuerpos, esa huella nos muestra que la vida es movimiento.
Las fotografìas parecen pinturas, de esas pinturas gestuales, que contienen la huella de la mano que las realizó. Pero la vida ocurre, también, más allá de nuestro campo de visibilidad. El espectro de lo visible, aquello que llamamos luz, está sumergido en un espectro mucho mayor, que es el de lo invisible. Los fantasmas nos rodean y Lihuel nos propone mirarlos de frente: en un retrato de una máscara, elemento primario de la representación ritual y teatral, en la performance de un ser ennegrecido que camina entre nosotros y parece confundirse con las paredes de la propia sala o en una tela semitransparente impresa con la figura típica de la forma fantasmal que cuelga en medio del espacio. Las palabras de distintas mujeres enumerando listados de cosas invisibles son leídas por este ser pintado de negro. La performer, Julia Padilla, camina a paso lento, ejercitando la temporalidad del intervalo, como si se suspendieran, a la misma vez, el tiempo y la fuerza de gravedad.
Segundo acto: los seres negros ahora son dos, se suma la actriz Luna Jankowski, y juntos descuelgan cuidadosamente las obras y arman un nuevo montaje. Queda una pared vacía pero iluminada, como uno de esos agujeros negros que la ciencia insiste en desentrañar.
En este segundo montaje, la pregunta por la muerte nos lleva a la vida y a la posibilidad de trascendencia. Hay tres fotografías, en retrato y dos autorretratos: el agua que cae desde las manos de una anciana, el cuerpo desnudo de la propia artista que cae rendido y se entrega -el silencio es un cuerpo que cae- y unas manos, que emergen, se elevan y renacen. Inspirada en la figura bíblica de Lázaro y su resurrección, esta imagen cierra la serie fotográfica de la muestra.
En esta nueva muestra Lihuel González hace un doble movimiento: bucea en el paisaje interior, aquél que permanece -aunque a veces le demos la espalda- y al mismo tiempo, piensa con otros. ¿Podemos imaginar nuestra propia muerte? ¿Podemos representarla? La artista convoca a actores para interpretar su propia muerte, los vemos en un video: un ataque cardíaco, una caída, un arma que falla, una manta negra que lo cubre todo. El colibrí aletea cerca de 50 veces por segundo, a veces hasta 100. El ojo humano, por más que lo intente, no puede llegar a observar su movimiento, así como tampoco puede percibir los 24 fotogramas por segundo que generan la ilusión de movimiento en el cine.
Un colibrí muerto yace en la escultura de una mano negra, es la mano de la propia artista que guarda, como un tesoro, ese cadáver encontrado. Pier Paolo Pasolini decía que sólo a través de la muerte podemos darle sentido a nuestra vida, solo en la muerte es que se construye el relato. La muerte es entonces como el montaje: da sentido al caos del mundo, le pone un orden, inventa un sentido posible.