A la estrella que brilla y se esparce en la noche
Por Leo Estol
Dibujo por Florencia Méttola
Una vez un hombre estudió en la escuela de arte y como se había olvidado un pincel lo pidió prestado y tomó el pincel y dibujó un corazón y dijo gracias. Y terminó los estudios y se volvió artista y se volvió profe.
Ese hombre hizo una muestra y le pareció frío el mundo de las muestras, le generó indiferencia vender o no vender, le dio lástima que la gente se fijara tanto en quién se quedaba con los objetos y se olvidó por un tiempo de hacer muestras. Se concentró en ser profe y se dejó llevar por los raptos de los chicos y chicas, por sus entusiasmos, por sus ganas de vivir. Se tomaba mucho el tren y miraba por la ventana las casas y sus patios, los autos esperando en el paso a nivel, en Merlo tenía que bajar. Vivía con su novio en capital, trabajaba y jugaba a los jueguitos, esperaba el viernes a la noche para juntarse con los amigos y sacar nubes de humo por la boca. Y de esa forma se escapó un rato, se dedicó a pasar pantallas hasta que su novio le dijo que no, que se quería separar y dividir los bienes, las cosas y él le dijo que qué. Que cómo podía ser, que porqué no le hacía una advertencia llana pero ya era tarde así que había que vender lo compartido y era todo triste.
Ese hombre miró para los lados y no vio nada, bah, vio un gato dormido pero el desamor era tanto.
Mientras, daba clases, sus alumnos le preguntaban cosas y él a duras penas respondía. En la puerta del colegio un amigo le dijo, vení vamos a almorzar a mi casa y lo convenció que tenía que mudarse, acercarse al barrio La estrella donde los acentos estaban puestos de manera distinta y sin darle mucha bolilla salió este amigo a la calle a preguntar si alguien vendía su casa. Su terrenito. Afuera eran todas casas de madera, con baños que desembocan en pozos y hornallas que hacían fuego de garrafa. Una pareja dijo que sí, que ellos querían irse a Lanús con sus hijos y que por 25.000 pesos le daban la casa. Él, Marcos, no lo pensó, se lo contó a su papá y el papá le dio la plata y más importante, le dio coraje para hacerlo. Hacelo, está bueno, es pura aventura. Al día siguiente volvió con la plata y la llevó hasta donde estaba la casa. Pensó que era chiflado mudarse al tercer cordón del conurbano solamente porque a sus alumnos se le llenaban los ojos de ganas de hacer actividades pero lo pensó de nuevo y se dio cuenta que le hacía bien estar cerca de gente que elegía lo que le gustaba, que no se dejaba llevar por la televisión o la indiferencia. La estrella, sí, era más que un nombre. Su amigo lo llamó por teléfono: boludo, la casa está vacía, vení, te la dejaron, vení porque sino la va a ocupar otra gente, eh. Se tomó el tren y el colectivo y su amigo le dio la llave. Era una llave chiquita, de un candado. Abrió la puerta haciendo un ruido estirado, el piso era de tierra y en la pared de madera había figuritas pegadas y arrancadas, la casa estaba vacía, no tenía eco, era un lugar sencillo: para dormir y guardar la ropa. Y calentar agua para el mate. Me mudo, pensó. Cuando la camioneta con todas sus cosas entró por la calle de tierra la interceptó una murga, el profe se muda al barrio gritó un chico que pasaba, ahí no pudo contener la emoción y sintió como sus ojos se ponían tensos, se contraían en forma involuntaria y se llenaban de lágrimas.
Iba a la escuela y volvía, se bañaba, la calle estaba destrozada, eso le dio una idea. Había que llenar los agujeros con escombros. Estaba entusiasmado, si hablaba un rato con los vecinos lo podía lograr. Solo había que saberse explicar. Así que lo hizo, juntó la plata y le pagó a un camión. Al rato fue uno hasta su casa a preguntar que porqué hacía eso, que se mantenga tranquilo. Gringo. Marcos estaba en una nube, recién se levantaba de la siesta, no lo entendió hasta después de un rato que cayó en la cuenta de que era una amenaza. Tuvo que aprender a lidiar con esos miedos y los vio desvanecerse porque los chicos, los hijos e hijas que venían al recién inaugurado taller festejaban y pintaban todo lo que tenían al alcance y eso los hacía felices a ellos y a sus padres y no había mezquindad que pudiese asomarse en el pago chico del arte. Un grupo de gente se fue quedando. Los talleres eran: dibujo, hip hop y reguetón. A veces se mezclaba la música con los dibujos, a veces los dibujos se iban de viaje hasta las casas como tatuajes en sus paredes. La naturaleza trabaja en grupo, nosotros también, decía uno de los murales. En esa casa dibujaron un horizonte amplio con muchos gatos, árboles y un pájaro volando. Vio como su lugar crecía en la comunidad: era profe y “referente”. ¿Referente?. Si venía un periodista y le preguntaba cosas del barrio, mejor que hable Mayra, que hable Nico.
Esa casa en la que el proyecto empezó era muy sencilla, se sostuvo de pie hasta que vino una tormenta de vientos enfurecidos que la volteo en pedazos. Así que hubo que pedir ayuda, construir en material. Llamaron a un albañil para hacer el piso pero lo hizo mal. ¿Por qué no hacés la carpeta como corresponde?, las chicas se le fueron al humo. Así, a prueba y error, rebotando con las compañeras, aprendió todo. Aprendió a negociar con las instituciones: necesitaba poder construir y comprar ladrillos, cemento, cables, llaves térmicas, dar becas, bancar los talleres, idealmente pagarle a sus compañeros profes. Él no podía dar clases de reguetón, por ejemplo. También tenía que separar la paja del trigo, si invitaba a alguien de afuera y esa persona perjudicaba a los vecinos, era como si el mal lo hubiese hecho él, porque él la había traído. Tuvo que desarrollar un sexto sentido. Aprendió a ser muy cuidadoso.
En el taller se hablaba de todo: de ser discriminado por tu color de piel o porque tu familia viene de otro país, se hablaba de andar con lo justo y de porqué la gente roba. También del esfuerzo que hacen los hombres y del esfuerzo que hacen las mujeres. Los compararon y sacaron sus propias conclusiones. Un día debatieron sobre las diferencias sociales, de cómo los medios generan estigmas porque lo que contaban eran siempre historias tremendas, así no daban ganas de conocer el barrio. No somos monstruos dijo una voz chiquita. ¿Cómo vamos a ser monstruos si hacemos esta música increíble y llenamos todo el barrio de colores? Cuando se aburrían iban al campo o al desarmadero, a ver los coches apilados, a mirar el atardecer sobre los cultivos. Jugaban a adivinar de dónde venían los aviones, si tenían olor a mar venían de Europa, si se reflejaban las montañas en sus turbinas entonces de Chile. Cuando el profe necesitaba aire salía solo a hacer pegatinas, pegaba imágenes en la estación, en los recovecos de Merlo. Cada vez iba menos al centro. Le daba pereza tomar el tren. Prefería irse en bici al dique.
Durante algún tiempo pensó que era raro por ser gay pero después se dio cuenta que todos en el barrio eran particulares, que las etiquetas no servían para nada, todas las personas crecen buscando el sol, su deseo, la estrella, los talleres ayudaron a muchos a encontrar por primera vez su vocación, y a que otros –después de pasar por una época difícil– pudieran conectar de nuevo con el disfrute de cantar, de dibujar o de hacer cosas grupales porque sí. Porque es lindo formar parte de una tribu. Encontrar un lugar donde sentirse cómodo, a gusto, contenidas, inventar algo que no existía, una suerte de puente levadizo, de puente que siempre está en construcción, que siempre está atravesando un escollo, que siempre está uniendo. Se acordó de hace mil años cuando iba a la escuela de arte, de cuando le prestaron algo, un pincel y dibujó un corazón
y una estrella
y dijo gracias.
Esto es arte para mí.
Link al libro: https://issuu.com/fundacionlebensohn10/docs/ple_final_simple_issuu